De vez en cuando

José Luis Restán reflexiona sobre cómo la vida de los grandes santos nos indica el camino a Jesús

José Luis Restán

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El pasado domingo, durante la clausura del IV Centenario de la canonización de Santa Teresa de Jesús, el cardenal Ricardo Blázquez dijo que, “de vez en cuando, aparece una manifestación espléndida de la vitalidad de la Iglesia y de la fidelidad a Cristo”, como sucedió con esta mujer que yo, como muchos, siento especialmente amiga y cercana. Teresa es un manantial inagotable, en su aventura humana podemos reconocer que Cristo irrumpe con fuerza en las circunstancias confusas de su tiempo, como una especie de “revancha” de la gracia de Dios frente las mediocridades, las envidias y también el desgaste y el cansancio de la fe, que eran tan visibles a su alrededor.

Los santos no se fabrican, pero sí se pueden desear y pedir. Quizás deberíamos pedir más insistentemente al Señor que nos regale nuevos testigos de su presencia conforme a las necesidades de este momento histórico. Necesitamos la santidad discreta de tantos a nuestro lado, que por fortuna nunca nos falta. Pero también la de algunos, especialmente luminosos, que con su testimonio abren una grieta en la oscuridad de una época para que entre con fuerza la luz de Cristo.

Impresiona aquel momento duro, cuando Teresa está en el centro de todas las polémicas por su nueva fundación en Sevilla. En la calle, se cruza con una procesión encabezada por el arzobispo y ella se arrodilla para recibir su bendición. Entonces aquel que ostentaba la autoridad de la Iglesia la hace levantar y, en un gesto inusitado, se arrodilla ante la monja discutida y le pide que sea ella quien le bendiga.

¿El mundo al revés? No, con ese gesto la Iglesia estaba indicando el punto al que mirar en aquel momento, porque ella, indefectiblemente, llevaba a Jesús.

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