Con gratitud y sin nostalgia

Escucha la Firma de José Luis Restán del 6 de enero

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Hace dos años despedíamos a Benedicto XVI, y creo que merece la pena recordar su figura, más aún, su herencia, sin nostalgias que, desde luego, a él no le hubieran gustado. En uno de sus últimos mensajes antes de hacer efectiva su renuncia al pontificado, nos invitaba a tener plena confianza en el Señor que conduce a su Iglesia. Ninguno de nosotros es dueño de la barca, tampoco el Papa, llamado durante un tiempo a pilotarla. A Joseph Ratzinger le tocó atravesar, en su larga vida, diversas estaciones de la historia reciente, y en todas, la estrella polar de su camino fue el amor a Cristo presente en su Iglesia.

Siendo un gigante comparable a los grandes doctores de la Iglesia, era muy consciente de sus propios límites, y de que, en cualquier caso, la tarea de cualquier cristiano (incluidos los que cargan con las responsabilidades más altas) es siempre modesta cuando se mira en la perspectiva de una historia cuyo desarrollo sólo Dios conoce. Como su admirado John Henry Newman subrayaba el dinamismo histórico de la fe que se despliega en el tiempo, y cómo en ese dinamismo no actúan sólo ni principalmente los hombres y mujeres de cada época, sino, a través de ellos, misteriosamente, el poder de Dios.

En todo caso, Benedicto XVI nos deja un legado que no se puede contemplar en un museo, sino en la carne y la sangre de la Iglesia que vive hoy. Esta es una buena ocasión para recordar su testamento, tan humilde y luminoso como toda su vida: “¡manteneos firmes en la fe y no os dejéis confundir por cualquier discurso o promesa… he visto y veo cómo de la confusión de hipótesis vuelve siempre a surgir lo razonable de la fe. Jesucristo es verdaderamente el camino, la verdad y la vida, y la Iglesia, con todas sus insuficiencias, es verdaderamente su cuerpo”.