Arraigo y salida
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En una columna publicada hoy en la revista Alfa y Omega, el padre blanco José María Cantal cuenta que, al hacer cola en una comisaría junto a otros extranjeros, para renovar su permiso de residencia en Argelia, donde es misionero, se identifica con los sentimientos de tantos migrantes que llegan a España. Tiene todos los papeles en regla, pero sabe que representa una minoría que no todos ven con buenos ojos en aquel país, y que provoca el rechazo de algunos, que acusan a las autoridades de facilitar la «importación de religiones extrañas». Incluso el impacto social positivo de su presencia misionera es entendido por algunos como motivo de alarma.
En este punto el padre Cantal introduce una reflexión muy valiosa. Desde que los apóstoles fueron enviados por Jesús a los cuatro puntos cardinales, el cristianismo “ha roto la dicotomía entre lo local y lo foráneo, pues si bien la comunidad cristiana busca echar raíces en un pueblo y en una cultura, esta misma comunidad sabe que su origen está fuera de ella y busca, a su vez, expandirse más allá de sus fronteras físicas y culturales”. Esta tensión entre arraigo y salida es propia de la genuina experiencia cristiana, alejada tanto de un nacionalismo cerril como de un universalismo abstracto. Me vienen a la mente el jesuita Matteo Ricci y sus compañeros, que dejaron de vestir y comer como europeos para enraizarse en China para anunciar allí el Evangelio.
Es verdad que el cristianismo puede constituir la médula cultural de una nación, al menos por un tiempo, pero un cristiano debe ser consciente de que su fe no puede reducirse a una pertenencia nacional o a una forma cultural, de que su fuente es el acontecimiento de Cristo que ha venido para todos los pueblos. Católico significa universal, abierto a lo que está más allá, significa también misionero. Como el padre Cantal, que acepta ser “extranjero” en Argelia para llevar al Único que reúne a todos en un solo pueblo.