La conciencia y el bien común
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La conciencia y el bien común
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No nos vendría mal leer íntegra la Nota que acaba de publicar la Conferencia Episcopal sobre la objeción de conciencia, porque éste es un asunto capital para vivir en libertad y con plena responsabilidad en una sociedad en la que frecuentemente las convicciones cristianas no coinciden con la opinión dominante, y por lo tanto no son las que dan forma a las leyes.
La Nota recuerda que un cristiano tiene obligación en conciencia de no seguir las prescripciones de las autoridades civiles cuando sean contrarias a las exigencias del orden moral, a los derechos fundamentales de las personas o a las enseñanzas del Evangelio. Aquí no se trata de proponer una especie de anarquía evangélica: no se justifica cualquier desobediencia a las normas promulgadas por las autoridades legítimas por el hecho de que no estemos de acuerdo con ellas. La objeción de conciencia es un gesto serio y profundo de la libertad (del cristiano y de cualquier ciudadano) ante normas que atentan directamente contra elementos esenciales de la propia fe, o que sean contrarias a la dignidad humana.
Frente a algunos escépticos, creo que la objeción de conciencia es un instrumento eficaz para defender la libertad en nuestras sociedades plurales y culturalmente fracturadas, a condición de que sea adecuadamente reconocida y regulada. Un Estado democrático no pierde nada de su soberanía cuando garantiza debidamente la objeción de conciencia. Al revés, de esta manera realiza su misión esencial de promover la libertad y los derechos de personas e instituciones, reconociendo que la fidelidad a la conciencia es decisiva para el bien común. La pregunta es si nuestros legisladores y gobernantes disponen hoy de esta sabiduría.