Defender la identidad es vivirla
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Uno de los factores que, según algunos analistas, influye en el actual desasosiego europeo y provoca el crecimiento de los populismos es el temor de perder la propia identidad, ya sea por la globalización, por el aumento de la población inmigrante, por el sesgo de los grandes medios de comunicación o por los experimentos de ingeniería social de algunos gobiernos. Todos estos asuntos están ahí y merecen ser abordados.
La identidad nos da un rostro, se nutre de nuestras raíces culturales y del tejido de nuestras relaciones, nos coloca en el mundo. Es, por tanto, una cosa buena y necesaria. La identidad es siempre algo vivo, se recibe y se genera en el tiempo, es algo abierto a muchas influencias. Si hablamos de la identidad europea vemos cuántos factores la componen, a veces contradictorios: la filosofía griega, el derecho romano, por supuesto el cristianismo, también la ilustración, y no olvidemos el influjo del judaísmo y de la cultura islámica en muchos territorios europeos. Hay un denominador común, sí: el amor a la razón (a la palabra) y a la libertad, y la búsqueda incansable del significado de todo, la búsqueda del Infinito: “Quaerere Deum”, como dijo el Papa Benedicto en París.
La identidad cambia, evoluciona, depende de quienes la viven. Está muy bien defenderla, pero la primera y fundamental defensa consiste en vivirla realmente en el presente. De repente, muchos europeos sienten que alguien les arrebata su identidad: ¿la están viviendo de forma gozosa y creativa? Si es así, nadie podrá arrebatársela. La canciller Merkel dijo una vez que el problema de la identidad europea no es que ahora haya mucho islam en nuestras calles, sino demasiado poco cristianismo. La identidad europea será lo que vivamos hoy los europeos, nuestras diversas comunidades. Vivamos según lo que creemos, al aire libre. Vivir con otros que son diferentes no es ningún problema. El problema es no tener rostro, ni pertenencia, ni raíces.