No desgarremos el corazón de la Madre
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Ayer el Papa pronunció una apasionada homilía sobre la Iglesia en el sesenta aniversario de la apertura del Concilio Vaticano II. En aquel acontecimiento, ha dicho Francisco, la Iglesia se redescubrió “como misterio de gracia generado por el amor, se redescubrió como Pueblo de Dios, Cuerpo de Cristo, templo vivo del Espíritu Santo”. La primera invitación que nos dirige hoy el Sucesor de Pedro, sesenta años más tarde es precisamente “mirar la Iglesia ante todo desde lo alto”, porque ella viene de Dios, y si no, ¿a quién le importa?
Frente a esta mirada, Francisco denunció que “ni el progresismo que se adapta al mundo, ni el tradicionalismo que añora un mundo pasado son pruebas de amor, sino de infidelidad”, porque anteponen los propios gustos y planes al amor sencillo, humilde y fiel que Jesús pidió a Pedro cuando le confió la guía de esta barca. Demasiadas veces, después del Concilio, los cristianos se han empeñado en desgarrar el corazón de su Madre, prefiriendo ser progresistas o conservadores en vez de reconocerse hijos humildes y agradecidos de la santa Madre Iglesia.
Un rasgo distintivo de la Iglesia es la alegría, porque en ella domina la conmoción y la gratitud por el don de Dios, no los enfados porque las cosas no van como le gustaría a cada uno. “Señor, enséñanos a mirar alto, a mirar la Iglesia como la ves Tú, pidió ayer Francisco, condúcenos fuera de los recintos de nuestra falsa seguridad y líbranos del engaño diabólico de las polarizaciones”. En el Concilio, la Iglesia redescubrió el río vivo de la Tradición sin estancarse en las tradiciones; redescubrió también que no existe para contemplarse a sí misma, ni para ganar espacios de poder, sino para servir al mundo llevándole el amor de Cristo, el único que salva.