Se llama cristianismo
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Mientras estamos atentos a los debates que acaban de comenzar en Sínodo, es saludable no dejar de mirar allí donde sucede la vida cotidiana de los cristianos. Hoy me he fijado en un monasterio trapense en Azer, en el corazón de un país devastado por la guerra como Siria. Allí cinco monjas italianas han puesto en pie esta comunidad que, perfectamente, podía no existir. Es más, resulta extraño que haya surgido y que se haya mantenido pese a la guerra, un terremoto, una epidemia de cólera y la escasez de casi todo: de recursos y también de vocaciones.
Cuando le preguntan a sor Marta, la superiora, por qué han venido a Siria, ella recuerda que esta tierra la recorrieron los apóstoles Pedro y Pablo, y que aquí surgió el monacato, aunque después casi llegó a desaparecer. Pero hay otra razón más decisiva: el martirio que padecieron los trapenses de Thibirine, en Argelia. Casi nos incomoda que aquel suceso dramático haya movido a estas mujeres a dejar la seguridad de su Italia natal para enclavarse en un país como Siria. Están allí para invitar a todos los que se acercan a no vivir con un lamento (¡y hay tantos motivos!) sino con la alegría de la fe. En su vida hay aspectos muy duros: por ejemplo, la falta de sacerdotes. Los domingos van a la misa en el pueblo más cercano, pero no siempre es posible. La necesidad de ayudar materialmente a la gente hace difícil mantener el ritmo de trabajo y oración que prevé su regla. “Somos un grupo pequeño, somos mayores, hablar el árabe es un esfuerzo que no termina nunca… pero lo damos todo… lo que nos apremia es decir a todos que nada impide realmente vivir la vida que se nos da”.
Es curioso, muchos a su alrededor sólo piensan en salir del país en busca de oportunidades, especialmente los jóvenes. Y es comprensible y legítimo. Ellas, sin embargo, han querido establecerse en esa tierra herida como un signo de que sigue siendo una tierra amada por Dios. Su amistad gratuita, su libertad, su abrazo a todos sin distinción, tiene un nombre: se llama cristianismo.