El termómetro es nuestro asombro

El nuevo curso eclesial ha comenzado con el consistorio extraordinario que ha reunido en Roma a los cardenales del mundo entero, convocados por el Papa para compartir el sentido de la reforma de la Curia Romana y para mirar juntos los desafíos históricos que plantea este momento a la misión de la Iglesia.

Sobre este consistorio se han escrito varias novelas y algún teatrillo, pero al final la realidad se impone. Ni el Papa ha renunciado, ni se ha pergeñado un futuro cónclave, ni hubo una batalla campal entre supuestos progresistas y conservadores. Lo que ha sucedido es mucho más importante que eso, aunque no alimente fantasías a lo “Dan Brown”. Como dijo Francisco en la homilía de la Misa final, lo que hace atrayente a una comunidad cristiana es que viva el asombro agradecido ante el amor de Dios por el hombre, y ante el hecho de que haya querido involucrarnos a nosotros, pobres y débiles como somos, en su designio de salvación.

A la gente no le interesan los repartos de poder en el seno de la Iglesia, y si no percibe hoy en nosotros, pastores y fieles, aquel brillo en los ojos de los apóstoles cuando veían y escuchaban a Jesús, lo nuestro les parecerá un entretenimiento más. Los cardenales llegados de los cuatro puntos cardinales han traído a Roma, sobre todo, la pasión por el Evangelio: en las estepas de Mongolia, en las periferias de Marsella o en la martirizada Nigeria… Esa pasión que desborda esquemas fatuos, como el de conservadores-progresistas, es el único termómetro de la salud de la Iglesia. La pregunta que el Papa dirigió a los cardenales nos sirve a cada uno de nosotros: ¿estamos admirados y agradecidos por el don de la fe y de la compañía cristiana que hemos recibido, o se ha convertido en una cansina costumbre?