Una voz en el desierto
Tiene razón el Papa cuando explica que ésta no es una cuestión estrictamente de fe, sino de razón, de conciencia humana
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“Con la vida no se juega”, ha repetido el Papa durante su intensa visita a Marsella. Defender la vida, su valor, su sentido y su dignidad, ha sido una de las grandes tareas de los papas a lo largo de toda la historia. En esta ocasión, Francisco se ha referido a la vida frágil y doliente de los migrantes que llegan a nuestras costas y que, a veces, son tratados como pelotas de pimpón, dejándolos finalmente en manos de los mercaderes de la muerte. También se ha referido a quienes no dejan crecer a un niño en el vientre de su madre, y a las leyes de eutanasia, como la que prepara el gobierno de Macron.
Tiene razón el Papa cuando explica que ésta no es una cuestión estrictamente de fe, sino de razón, de conciencia humana. Pero hay que reconocer que, con la pérdida de la fe, en nuestra querida Europa también se ha desdibujado la razón, que ya no es capaz de reconocer esa verdad elemental: que no somos dueños de la vida, sólo sus servidores. Es precisamente a los más vulnerables a los que deberíamos acoger y acompañar con mayor cuidado, ya sean los migrantes, los no nacidos o los enfermos más graves. Desgraciadamente, el humus cultural sobre el que se han sembrado estas leyes se orienta a banalizar la vida y la muerte.
En Marsella, la inmensa mayoría han recibido al pontífice con cordialidad y respeto. El presidente Macron se ha hecho presente pese a las arcaicas protestas de la extrema izquierda. Pero en lo tocante al mensaje de que “con la vida no se juega”, nadie se da por aludido, como si la del Papa fuese, una vez más, una voz que clama en el desierto. Es lo mismo que les sucedió a Juan Pablo II y a Benedicto XVI en otras ocasiones. No es que sea una obsesión de los papas, es que debemos decidir si queremos una sociedad que acoja, promueva y respete la vida en todos sus estadios, o una que se entrega en brazos de la cultura de la muerte. En todo caso, nadie nos asegura que la verdad sea escuchada, pero proclamarla es un servicio, una semilla que nos sabemos cuándo podrá germinar.