Carta del arzobispo de Burgos: «La educación es el camino. La meta es el amor»

A punto de finalizar el curso, Mario Iceta quiere agradecer la labor de maestros y profesores que hacen de su vida una misión imborrable en favor de sus alumnos

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Redacción digital

Madrid - Publicado el

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Queridos hermanos y hermanas:

Con el curso escolar a punto de concluir, deseo agradecer la labor de tantos maestros que, poniendo la educación en el centro de sus vidas, se preocupan por el bien de quienes tienen, en sus manos, el presente y el futuro de nuestra sociedad; en particular, los niños, adolescentes y jóvenes. Los profesores son el punto de referencia para la acción personal de sus alumnos, educando en diálogo, en respeto y en conocimiento. «Todo verdadero educador sabe que para educar debe dar algo de sí mismo», escribía el Papa Benedicto XVI en su mensaje dirigido en 2008 a la diócesis de Roma sobre la tarea urgente de la educación, «y que solamente así puede ayudar a sus alumnos a superar los egoísmos y capacitarlos para un amor auténtico».

La educación es el camino, mientras que la meta es, siempre, el amor. Un amor que se forja en la fraternidad, que rompe con el individualismo, que abraza las diferencias, que amplía el horizonte pedagógico; una formación que no transgreda lo más sagrado y que se abra a la trascendencia de un Dios que lo inunda todo con su sola presencia.

Por ello, es también esencial la tarea de los colegios e institutos, que deben colmar de valores y principios educativos, morales, humanos y espirituales la mirada, la mente y el corazón de los alumnos, buscando la identidad de una escuela que verdaderamente los acompañe en su día a día. Ante esta circunstancia, «la cultura del cuidado se convierte en la brújula a nivel local e internacional para formar personas dedicadas a la escucha paciente, al diálogo constructivo y al entendimiento mutuo», confesaba el Papa Francisco en su mensaje para el lanzamiento del Pacto Educativo en septiembre de 2019. Así, letra a letra, mano a mano, se forja el tejido a favor de una humanidad capaz de hablar el lenguaje de la fraternidad.

La Iglesia, en su misión de anunciar el Evangelio a todas las naciones (cf. Mt 28, 19-20), es madre y maestra. El Papa san Juan XXIII, en su carta encíclica Mater et magistra, de mayo de 1961, asocia el término madre con el de maestra porque «a esta Iglesia, columna y fundamento de la verdad (cf. 1Tim 3,15), confió su divino fundador una doble misión, la de engendrar hijos para sí y la de educarlos y dirigirlos, velando con maternal solicitud por la vida de las personas y de los pueblos, cuya superior dignidad miró siempre la Iglesia con el máximo respeto y defendió con la mayor vigilancia».

Educar en el diálogo, la sensibilidad y la fe entre las familias, las instituciones educativas, los profesores y los alumnos es esencial para construir juntos una civilización del amor. Una tarea que tiene su germen originario en la familia, que no puede renunciar, en ningún sentido, a ser «lugar de sostén, de acompañamiento, de guía», aunque «deba reinventar sus métodos y encontrar nuevos recursos» (Amoris laetitia, 260).

Si la familia es la primera escuela de los valores y principios humanos, donde se aprende el buen uso de la libertad, los maestros y los colegios deben tomar el testigo para transmitirles la fe, acompañar sus decisiones, modelar sus pensamientos, motivar sus creencias e iluminar sus vacíos e interrogantes.

Pero no vale de cualquier modo; si así fuera, estarían desechando anidar su alma en lo más importante, en aquello que después les convertirá en hombres y mujeres con capacidad de decisión, de pensamiento y de transformación social arraigada en la verdad, el amor y la esperanza.

Ahora, cuando ultimamos el curso escolar, quisiera reconocer –desde la pedagogía de la confianza y la fe– la labor de estos maestros y profesores que hacen de su vida una misión imborrable en favor de sus alumnos. Le pedimos a la Virgen María que los proteja y acompañe para que nunca les falte la pasión por transmitir la alegría del Evangelio, así como la esperanza de edificar una sociedad según el corazón de Dios. Y que sus manos compasivas, siempre dispuestas a aliviar esas heridas que más cuesta sanar, brillen de tal manera que, al verlas cuidar a los más pequeños, seamos capaces de decir: «Hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él» (1 Jn 4, 16).

Con gran afecto, pido a Dios que os bendiga.