Carta del arzobispo de Burgos: «Padre, que todos seamos uno»
Mario Iceta reflexiona en su carta sobre la Semana de Unidad de los Cristianos y recuerda que no es posible separar nuestra relación con Cristo de nuestro amor al prójimo
Madrid - Publicado el
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«Haz el bien; busca la justicia» (Is 1,17). De la mano del libro de Isaías celebramos, un año más, la Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos.
El profeta Isaías, quien fuera enviado para revelar al pueblo la salvación de Dios en cumplimiento de su promesa a David, nos enseñó –con su ejemplo– que Él promueve el derecho y la justicia en todo momento y en todos los ámbitos de la vida. Por eso, le envía a predicar la verdad al pueblo elegido (cf. Is 6,1-13), porque su carisma profético era más fuerte que los miedos que en aquel tiempo asediaban las vidas de quienes decían amar a Dios.
No es posible separar nuestra relación con Cristo de nuestro amor al prójimo, desde el más alejado hasta el más pequeño de nuestros hermanos (cf. Mt 25, 40)
En este sentido, aferrados a la Palabra, celebramos esta Semana de Oración: momento propicio para que los cristianos reconozcamos que «las divisiones entre nuestras iglesias y confesiones no pueden separarse de las divisiones de la familia humana», tal y como señalan para esta jornada desde el Dicasterio para la Promoción de la Unidad de los Cristianos y el Consejo Mundial de Iglesias. Orar juntos por la unidad de los cristianos «nos permite reflexionar sobre lo que nos une y comprometernos a afrontar la opresión y la división que se dan en la humanidad».
¿Y qué sentido tiene, hoy en día, orar en comunidad y a una sola voz por la unidad de los cristianos? Tal vez, un solo versículo del primer capítulo del libro de Isaías da sentido a esta pregunta, y a esta jornada que conmemoramos: «Aprended a hacer el bien, tomad decisiones justas, restableced al oprimido, haced justicia al huérfano, defended la causa de la viuda» (Is 1, 17). De esta manera, haciendo nuestras las palabras del profeta, encontraremos la recompensa más bella de la fe, de una vida enraizada en Cristo Jesús y del Amor de Dios: «Aunque sean vuestros pecados tan rojos como la grana, blanquearán como la nieve; aunque sean como la púrpura, como lana quedarán» (Is 1, 18).
La oración y la unidad siempre tienen sentido. De otra forma, ¿de qué nos serviría el mandato de Dios de edificar una nueva humanidad «de toda raza, pueblo y lengua» (Ap 7, 9)? Este mandamiento «nos impele a la paz y la unidad que Dios desea para su creación», exhortan desde el propio Dicasterio. La unidad de los cristianos «debe ser signo y anticipo de la reconciliación de toda la creación». Sin embargo, reconocen que la división entre los cristianos «debilita la fuerza del signo, reforzando la división en lugar de sanar las rupturas del mundo».
Ciertamente, hoy en día, existen dificultades que, en vez de favorecer la deseada unidad, abren más bien las puertas al distanciamiento y ralentizan la senda de la reconciliación. En esas ocasiones, necesitamos orar y forjar y multiplicar esfuerzos en pos de un ecumenismo real que respete el derecho, practique con amor la misericordia y camine humildemente en el amor de Dios que siempre es fuente de unidad (cf. Mq 6, 9).
La oración es la clave en los esfuerzos enmarcados en el ecumenismo. Pero necesita del diálogo, del conocimiento mutuo, del testimonio, de la escucha y de la humildad para hacerse uno con el hermano. La oración de Cristo al Padre es modelo para todos, siempre y en todo lugar. Por tanto, orar por la unidad, como decía el Papa san Juan Pablo II, «no sólo está reservado a quien vive en un contexto de división entre los cristianos». En el diálogo íntimo y personal que cada uno de nosotros debe tener con el Señor en la oración «no puede excluirse la preocupación por la unidad».
Como el profeta Isaías, hagamos el bien y busquemos la justicia para caminar hacia la tan ansiada unidad. La Virgen María es puerta que nos conduce a este inmenso tesoro. Ella nos enseña a estar cerca del hermano, sin desfallecer, y a descubrir que el amor da vida a la fraternidad entre las Iglesias. A María, Madre de la Iglesia confiamos la gracia tan preciada de la comunión. Y junto a Ella ponemos en juego nuestro corazón hasta que podamos decir con verdad: Padre, que todos seamos uno contigo en el Amor (cf. Jn 17, 21).
Con gran afecto pido a Dios que os bendiga.
+ Mario Iceta Gavicagogeascoa
Arzobispo de Burgos