Carta del arzobispo de Burgos: «¡Que la misericordia del Señor empape la tierra!»
En el Domingo de la Misericordia Mario Iceta nos propone reflexionar sobre la parábola del Buen Samaritano para profundizar en la forma concreta de ejercer la misericordia
Madrid - Publicado el
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«La humanidad no conseguirá la paz hasta que no se dirija con confianza a Mi misericordia» (Diario, 300). Con estas palabras de Jesús reveladas a santa Faustina Kowalska, celebramos el Domingo de la Divina Misericordia: fiesta instituida por san Juan Pablo II que nos recuerda que Cristo es la fuente de la eterna compasión.
En este día tan colmado de esperanza y gratitud sobrevuela en mi corazón un pasaje del Evangelio que ilumina de modo formidable esta realidad. Me refiero al encuentro entre Jesús y la adúltera (cf. Jn 8,1-11); una página del Evangelio que pone el principio y el fin en el amor misericordioso del Padre. «Una mujer y Jesús se encuentran. Ella, según la Ley, juzgada merecedora de la lapidación; Él, que con su predicación y el don total de sí mismo, que lo llevará hasta la cruz, ha devuelto la ley mosaica a su genuino propósito originario», recuerda el Papa Francisco en su carta apostólica Misericordia et misera, escrita el 20 de noviembre de 2016, con motivo del Año de la Misericordia. En el centro no aparece la ley y la justicia legal, sino «el amor de Dios que sabe leer el corazón de cada persona para comprender su deseo más recóndito, y que debe tener el primado sobre todo».
El Señor, como miró los ojos de aquella mujer para leer su corazón, hoy vuelve a recoger cada brizna de nuestra alma para recorrer, con nosotros, el camino del perdón y, por fin, liberarnos de aquello que nos esclaviza. Jesús, tras preguntarnos por nuestros acusadores como lo hizo con aquella mujer, vuelve a derramarse por entero para recordarnos que Él tampoco nos condena (cf. Jn 8,10-11); porque no solo anuncia, a tiempo y a destiempo, el mensaje de la misericordia del Padre, sino que también lo vive, se hace cargo, se compadece y nos llama a la conversioìn.
Dios desea revestirnos de la misericordia que encuentra su sentido en cada latido del verbo amar. Y nos envía a su Hijo para enseñarnos que la medida del amor alcanza su plenitud cuando abrazamos lo vulnerable, lo roto, lo frágil. Cómo no traer al recuerdo el momento en que Jesús se emociona y llora ante la tumba de su amigo Lázaro (cf. MC 6, 34), o cuando perdona al buen ladrón desde la cruz (cf. Lc 23, 34), o cuando se encuentra con los leprosos y sana su enfermedad (cf. Mc 1, 41)…
Hoy, en esta entrañable festividad, fijamos los ojos en la parábola del Buen Samaritano (cf. Lc 10, 25-37), donde Jesús muestra la forma concreta de ejercer la misericordia. Mientras que un sacerdote y un levita pasan de largo ante el herido que permanece en la cuneta, es el samaritano quien se detiene ante la víctima y se hace cargo de su dolor. Con esta página del Evangelio, Dios quiere manifestar que nuestro prójimo es, precisamente, todo necesitado que se cruza en nuestra vida. Quizá quien nunca sostenga la mirada por miedo a manifestar su alma herida. Pero así se escribe la misericordia y así se educa el perdón, como «una fuerza que resucita a una vida nueva e infunde el valor para mirar el futuro con esperanza» (Bula Misericordiae vultus, n.10, de S.S. Papa Francisco).
El Evangelio de hoy nos trae la paz en la preciosa mirada de Jesús (cf. Jn 20, 19-31), mientras nos muestra sus manos y su costado. Y, como a los apóstoles, nos envía por el mundo para anunciar la Buena Nueva. Y vendrán las dudas, las noches oscuras y los días más áridos, como le ocurrió a Tomás, pero Él volverá de nuevo para mostrarnos la senñal de sus clavos y su costado abierto por amor. Y, como el discípulo al que le costó creer, podremos exclamar «Senñor mío y Dios mío», porque habremos encontrado el tesoro escondido, la vida que jamás habáamos vivido antes de Él.
Le pedimos a la Virgen María, Madre de la Misericordia, que nos ayude a ser mansos y humildes de corazón, como Ella, y nos ampare en este ministerio de la compasión. Para que recordemos las palabras que dirigió Jesús a santa Faustina: «de todas mis llagas, como de arroyos, fluye la Misericordia para las almas, pero la Llaga de Mi Corazón es la fuente de la Misericordia sin límites; de esta fuente brotan todas las Gracias para las almas». Un misterio de amor infinito, que hoy vemos cumplido en la Divina Misericordia del Señor: «Las llamas de mi compasión me consumen, deseo derramarlas sobre las almas de los hombres» (Diario 1190).
Con gran afecto, os deseo un feliz Domingo de la Divina Misericordia.