Carta del arzobispo de Oviedo: «La verdadera alegría, ¿quimera o regalo?»

Jesús Sanz Montes nos recuerda esta semana que, a pesar de las dificultades de la vida, la verdadera alegría no viene de la fortuna, sino de mirar las cosas de un modo distinto

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Redacción digital

Madrid - Publicado el - Actualizado

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Sabemos que no es fácil la alegría en tantos rincones de la tierra. Parece que se abalanzan quejumbrosos tantos motivos que nos imponen su rictus más severo, más agrio, más entristecido. Sin duda que razones para esta mueca seria y entrecejo fruncido podemos verlo en demasiadas tragedias de nuestro mundo cotidiano. Se trata de historias reales en donde una crisis económica, una enfermedad incurable, una violencia de tantos modos sufrida, la pérdida del significado en las cosas realmente importantes… hace que el horizonte vital de tantas personas y de pueblos enteros, esté bajo la sospecha de que la alegría es una quimera tremendamente mal repartida.

Así podemos decir que la sonrisa es la expresión de la paz del alma, cuando nuestros labios esbozan con bondad el gozo que nos inunda el corazón. Los motivos pueden ser tantos: desde un contento fugaz por una saludable noticia, a una alegría profunda y duradera que nos abraza por entero. Pero la verdadera alegría no está vinculada necesariamente con la falta de dificultades, de sufrimientos e incluso de desgracias. No es la resulta de la buena fortuna sino más bien, un modo distinto de mirar las cosas y de vivirlas.

El profeta Isaías tuvo que experimentar el vértigo de anunciar esperanza en medio de un pueblo desencantado; anunciar alegría y fiesta, a un pueblo fatalmente resignado con la tristeza y el luto. Y esto es lo que hizo Isaías: ¿veis el desierto y los yermos? ¿veis el páramo y la estepa? Pues florecerán como florece el narciso, y se alegrarán con un gozo de alegría verdadera. ¿Tenéis la sensación de soledad, de abandono, de que vuestra situación no hay nada ni nadie que la pueda cambiar? Pues no pactéis con el pesimismo y que el miedo no llene vuestro corazón, sed fuertes, no temáis: vuestro Dios viene en persona, para resarciros y salvaros. Y como quien está ciego y vuelve a la luz, como quien sufre sordera y se le abren los oídos, como quien renquea de cojera y salta como un ciervo, como quien mudo se amilana y consigue cantar... así, así veréis que se termina vuestro destierro, vuestra soledad, vuestra tristeza, y volveréis a vuestra tierra como rescatados del Señor (cf. Is 35, 5-10). Esta fue la saludable provocación.

La alegría profetizada por Isaías tomaba rostro y nombre: Jesús. A nosotros, cristianos que recorremos este Adviento con el deseo de no repetir cansinamente el de años anteriores, se nos dirige también una invitación a una verdadera alegría. Cada uno tendrá que reconocer cuáles son sus desiertos, sus yermos, sus páramos y estepas; cada uno tendrá que poner nombre a la ceguera, la sordera, la cojera o la mudez. Pero es ciertamente en toda esa situación donde hemos de esperar a quien viene para rescatarnos de la muerte, de la tristeza, del fatalismo. Y somos llamados a testimoniar ante el mundo esa alegría que nos ha acontecido en Jesucristo: id y anunciad no las fantasías que se os ocurran, sino lo que estáis viendo y oyendo. Así hicieron los primeros cristianos, y así transformaron ya una vez el mundo: os anunciamos la Palabra que hemos visto y oído, que hemos tocado: Jesús (cf. 1 Jn 1,1-5).

Entonces la alegría deja de ser un lujo y se convierte en una urgencia porque la necesitamos, en un catecismo porque ahí se nos enseña y educa en una buena noticia, en una evangelización porque nos hace misioneros del gozo que hemos encontrado en Dios que se hizo hombre de veras. Una alegría que no engaña ni tampoco caduca porque nace del don de Dios, ese que dibuja en el rostro la mejor sonrisa mientras llena de paz nuestro corazón. El mundo necesita esta noticia, esta buena noticia, y Dios ha querido que nosotros seamos sus portadores y portavoces. Bendita alegría de la que somos destinatarios para poderla testimoniar a nuestros hermanos.

+ Jesús Sanz Montes

Arzobispo de Oviedo