Carta del obispo de Astorga: «En la tierra de Jesús»
Tras su viaje a Tierra Santa, Jesús Fernández asegura que los templos cristianos han sido destruidos en múltiples ocasiones pero la fe en Jesucristo sigue viva en quien le sigue
Madrid - Publicado el - Actualizado
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Ir a Tierra Santa es el sueño de todo cristiano. Noventa peregrinos de nuestra diócesis lo hemos visto cumplido del 22 al 29 de abril. Comenzamos postrándonos ante el misterio que tuvo lugar en Nazaret; cuando el ángel Gabriel le propuso a María la encomienda de ser la madre de Dios, comenzó todo. Su sí abrió las puertas del cielo para que llegara a nosotros el Salvador del mundo.
Sucedió nueve meses después. María y José habían tenido que acudir a empadronarse a Belén. Estando allí, María dio a luz a su primogénito en una gruta entre animales, por no haber sitio en la posada. La vuelta a su ciudad natal se retrasó más de lo debido. Enterados por la revelación de un ángel de que el rey Herodes buscaba al Niño para matarlo, tuvieron que huir a Egipto y permanecieron allí durante unos cinco años. Una vez producida la muerte del sanguinario rey, regresaron a Nazaret.
Llegado el momento, Jesús se trasladó a Cafarnaún, cruce de caminos que le sirvió de base para anunciar el Evangelio en aquel territorio. En nuestra peregrinación, navegamos por el mar de Galilea donde Jesús conoció a los primeros discípulos y los llamó para que, dejando las redes, se fueran a vivir con él y a predicar. Pisamos también el lugar donde multiplicó los panes y los peces para dar de comer a una multitud hambrienta; el monte desde el que se definió a sí mismo y al reino de justicia, de amor y de paz que venía a implantar; el paraje donde invitó a los discípulos a echar de nuevo las redes después de una noche baldía, recogiendo una pesca numerosa y, en fin, el sitio donde encargó a Pedro patronear la nave de la Iglesia.
En el camino de subida a Jerusalén, Jesús se encontró con la incomprensión y el desánimo de sus discípulos. Para reforzar su fe y su esperanza, les ofreció una experiencia única. También a nosotros nos regaló un momento hermoso en el que pudimos vislumbrar su rostro y, como Pedro, Santiago y Juan, fuimos reconfortados al atisbar la gloria como meta del camino.
Al final, Jerusalén, lugar de la muerte y resurrección del Señor. Después de localizar desde el Huerto de los Olivos los lugares donde tuvieron lugar los acontecimientos más decisivos del período final de la vida de Jesús, pasamos a visitarlos. Especialmente intensa fue la visita al cenáculo franciscano donde celebramos la Eucaristía en la que, a la acción de gracias a Dios por el don del sacerdocio, se unió el reconocimiento por parte de los consagrados y laicos materializado en el regalo de una estola a cada sacerdote y a mí mismo. Muy significativa fue también la visita al Huerto de los Olivos, lugar al que Jesús acudió a orar, una vez concluida la Sagrada Cena, la visita a la mazmorra donde estuvo prisionero y, sobre todo, al Santo Sepulcro donde fue crucificado, murió y resucitó.
A Jerusalén se la llama la ciudad santa, y lo es para las tres grandes religiones: el cristianismo, el judaísmo y el islam. Cada una de ellas tiene sus propios lugares de culto, compartidos en ocasiones con miembros de los otros credos (nosotros mismos nos hicimos presentes en la sinagoga del Muro de las Lamentaciones). El recuerdo de las diecinueve destrucciones y reconstrucciones de la ciudad no deja de inquietarnos, pero, a pesar de la diversidad cultural y religiosa, en Jerusalén se respira una aceptable armonía.
En definitiva, la historia nos deja una hermosa lección: los templos cristianos han sido destruidos en múltiples ocasiones; la memoria cristiana ha querido ser enterrada otras tantas, pero la fe en Jesucristo sigue viva en la menguada población que le sigue y, desde luego, se ha visto reforzada en aquellos que, como diócesis, hemos peregrinado a esta Santa Tierra. Ahora nos corresponde ser testigos de lo que hemos visto y oído. Que así sea con la ayuda del Señor.
+ Jesús Fernández González
Obispo de Astorga