Carta del obispo de Coria-Cáceres: «La "pobreza" cristiana»

Jesús Pulido reflexiona en su escrito semanal acerca de la Jornada de los Pobres, que celebramos el próximo domingo

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Redacción digital

Madrid - Publicado el - Actualizado

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El próximo domingo, día 13 de noviembre, celebramos la VI Jornada de los Pobres, instituida por el Papa Francisco en 2016 para estimular la caridad de los creyentes y para animar la solidaridad en todas las personas de buena voluntad. Se celebra el domingo previo a la fiesta de Cristo Rey del universo, en el que el Papa pretende que nos demos cuenta de que “la realeza de Cristo emerge con todo su significado… cuando el Inocente, clavado en la cruz, pobre, desnudo y privado de todo, encarna y revela la plenitud del amor de Dios”.

Este año 2022, el Mensaje del Santo Padre tiene como objetivo «ayudarnos a reflexionar sobre nuestro estilo de vida y sobre tantas pobrezas del momento presente”, es decir, la pobreza como virtud cristiana y como realidad social. Para ello ha elegido como lema: “Jesucristo se hizo pobre por nosotros” (2 Cor 8, 9). Cada vez nos vamos convenciendo más de que el compromiso social no es simplemente un corolario opcional para el cristiano, sino que forma parte de la médula de la fe. Si decimos: “El Verbo se hizo carne”, nadie duda de que se trata de una verdad teológica central de nuestro credo. Pues el mismo valor habría de tener afirmar: “Jesucristo se hizo pobre”. También esta verdad de la Escritura forma parte de nuestra fe. El Verbo se hizo un hombre “cualquiera”, se identificó con los pequeños y necesitados (“Lo hicisteis con uno de estos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis”, Mt 25, 40). El protocolo de Mt 25 «no es una simple invitación a la caridad: es una página de cristología, que ilumina el misterio de Cristo» (San Juan Pablo II, Novo millennio ineunte, 49). La pobreza cristiana es una cuestión de fe, pues “nadie puede servir a dos señores. Porque despreciará a uno y amará al otro; o, al contrario, se dedicará al primero y no hará caso del segundo. No podéis servir a Dios y al dinero.” (Mt 6, 24).

No hay vida cristiana auténtica si la pobreza no ocupa un lugar en ella. Sin embargo, no siempre decimos lo mismo cuando usamos las palabras “pobre” o “pobreza”. Unas veces nos referimos a aquellas personas que carecen de recursos y oportunidades, que viven en una penuria forzada, con frecuencia fruto de la injusticia social o de un sistema económico que genera inequidad. Y en otras ocasiones hablamos de la pobreza como estilo de vida, elegido libremente, pero que rara vez pone en riesgo nuestro sustento o nuestra seguridad. La primera acepción de pobreza tenemos que erradicarla; la segunda, en cambio, tenemos que potenciarla. Normalmente no llamamos “pobre” a quien opta por la pobreza, sino a quien la sufre sin quererla.

En Jesús, que se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza, se encuentran y articulan ambas pobrezas. La suya fue una pobreza real y, a la vez, solidaria, en la que de lo que uno se despoja es lo que se comparte. Y nos enseña que la grandeza de la persona no depende de cuánto acapara, sino de cuánto da. No nos llevaremos nada con nosotros: solamente el amor que hayamos repartido será nuestro tesoro en el cielo. En la lógica de los talentos, el bien que no se invierte se pierde.

La pobreza cristiana consiste también la recta relación con el mundo y con los bienes creados. El desprendimiento, la sobriedad y el espíritu de sacrificio son todo lo contrario a cualquier tipo de explotación, abuso, falta de respeto… El cuidado del planeta, nuestra casa común, no puede separarse del cuidado de las personas.

Las últimas crisis –financiera, sanitaria, energética– nos han hecho ver que tenemos un sistema económico en el que algo falla: porque, cuando llegan las dificultades, se incrementan la pobreza y la exclusión social de los más vulnerables, mientras algunos aumentan su riqueza. No se puede marginar o castigar a los pobres como si fueran culpables de su condición o los causantes de las crisis. Si pensáramos por un momento que, con lo que despilfarramos en nuestra sociedad del bienestar, tendríamos suficiente para erradicar el hambre en el mundo, nos daríamos cuenta de que no hay falta de bienes, sino que están mal repartidos.

Hace ahora 3 años que el Papa congregó a un grupo de jóvenes economistas para replantear la situación y buscar un sistema alternativo al servicio del bien común y de la dignidad de la persona. Se habla así de la “Economía de Francisco”, una economía que se mide por los últimos, no por los primeros, por la riqueza que se reparte y no solo por la que se genera. Una economía que pone a los pobres en el centro, solidaria, con alma, fraterna, guiada por esa justicia que no es de este mundo, en la que no prevalezcan formas de egoísmo e intereses, que asegure unos mínimos para que las personas vivan dignamente independientemente de donde se encuentren.

Los cristianos no podemos vivir la pobreza como virtud sin preocuparnos y solidarizarnos con los que la sufren como condena. “El pobre soy yo”, nos sigue diciendo Jesús: “En verdad os digo: lo que no hicisteis con uno de estos, los más pequeños, tampoco lo hicisteis conmigo” (Mt 25, 45). “Nadie puede sentirse exceptuado de la preocupación por los pobres y por la justicia social” (Evangelii gaudium, 201).

Con mi bendición,

+ Jesús Pulido Arriero