Carta del obispo de Segovia: «La necesaria compasión de Jesús»

César Franco nos ofrece una nueva reflexión del Evangelio dominical. En esta ocasión resalta la misión que le encomienda a las Doce: continuarían su acción en el mundo

cesarfrancomartinez

Redacción digital

Madrid - Publicado el

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El Evangelio de hoy describe la situación de la humanidad antes de la venida de Cristo y la de ahora, a pesar de los siglos trascurridos: «Al ver a las muchedumbres Jesús se compadecía de ellas, porque estaban extenuadas y abandonadas, como ovejas que no tienen pastor». La compasión es el rasgo fundamental de Jesús ante la gente, una compasión que le nace de sus entrañas. Así lo da a entender la palabra griega, traducida por compasión, que significa literalmente «vísceras». Se trata de una compasión visceral, es decir, que nace espontánea y es irreprimible. Esta compasión de Jesús aparece en los evangelios cuando se encuentra con gentes necesitadas en el cuerpo y en el espíritu. San Juan utiliza una expresión semejante: «se estremeció en su espíritu». El amor, la compasión, es un estremecimiento del ser que lleva de inmediato a la acción.

La primera reacción de Jesús es exhortar a los suyos para que pidan a Dios que envíe obreros a su mies. La condición del hombre «extenuado y abandonado» requiere la intervención directa de Dios. Solo él puede remediarla. Hay que orar. Pero no basta la oración. A continuación, Jesús elige a los apóstoles para investirlos de su autoridad y comunicar su compasión a los hombres. Jesús define el ministerio apostólico, sacerdotal, no con palabras, sino con gestos: los llama, los envía y les trasmite su misma misión que consiste en dos actividades fundamentales: la primera, es el anuncio de que el Reino de Dios ha llegado. La palabra profética es muy simple: Dios interviene en la historia, se hace presente. La segunda actividad resulta sorprendente: Jesús inviste a los apóstoles con unos poderes que sobrepasan sus fuerzas naturales: «Curad enfermos, resucitad muertos, limpiad leprosos, arrojad demonios» (Mt 10,18). ¿Cómo es posible hacer esto? ¿No resulta una misión imposible e ilusoria?

Si nos atenemos a las expresiones, comprendemos enseguida que Jesús habla de su propia misión, pues él ha venido, como dijeron los profetas, a realizar esas acciones. Así lo afirma en la sinagoga de Nazaret. Y no solo lo dice, sino que lo hace a lo largo de su ministerio: cura leprosos, resucita muertos, arroja demonios. Es el poder de Dios actuando en la persona de Jesús. Con estos signos explicaba, en realidad, que su misión era de orden trascendente. Y esta misión, no otra, trasmite a los Doce. Quería mostrar que ellos continuarían su acción en el mundo como testigos de su infinita compasión.

Si miramos el mundo con los ojos de Cristo, sobrecogen «las muchedumbres extenuadas y abandonadas como ovejas que no tienen pastor». Sin embargo, hay pastores; escasean cada vez más, pero los hay. ¿Qué sucede entonces? ¿Hemos perdido confianza en el poder de Cristo? ¿Tenemos miedo de ejercerlo? Los milagros que hizo Jesús como «signos» de su compasión divina no nos es dado hacerlos según nuestra voluntad. Pero la compasión sigue viva y podemos ejercerla sanando profundas heridas de la humanidad; limpiando enfermedades del alma y del cuerpo; resucitando a la verdadera vida a quienes yacen en la muerte. Jesús no curó a todos los leprosos del mundo, ni sanó a todos los enfermos. Eso sí: murió y resucitó por todos, y esta gracia sigue presente en la Iglesia y en las manos de sus ministros con tal de que nos dejemos penetrar y trasformar por su compasión y acercarnos a los hombres con la certeza de tenemos la gracia de actuar con la misma autoridad de Cristo. Si no lo hacemos, seremos responsables de una negligencia que afectará a la humanidad entera. Daremos cuenta al Señor de su grey abandonada. Y, más aún, tendremos que explicarle por qué lo que hemos recibido gratis no lo hemos dado gratis. Así termina el evangelio de hoy.

+ César Franco

Obispo de Segovia