Carta del obispo de Segovia: «¿Qué es la Navidad?»
César Franco reflexiona esta semana en su carta pastoral acerca de la Navidad y su verdadero significado en una sociedad pagana como la nuestra
Madrid - Publicado el
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La pregunta que encabeza este comentario no es superflua. En una sociedad pagana como la nuestra lo cristiano ha quedado desdibujado, oscurecido y, en ocasiones, negado. Navidad, pascua, pentecostés son palabras sin significado para muchos, incluso bautizados. Se han convertido en fiestas sociales y tiempo de vacaciones. Otras tradiciones culturales se han impuesto o han dado lugar a sincretismos y mezcolanzas extrañas. En cierto sentido, somos como los atenienses del tiempo de san Pablo, quienes, al oírle hablar de la resurrección pensaban que se trataba de una diosa más del olimpo. ¿Navidad? ¿Qué es la Navidad?
Quienes se reúnan en la Nochebuena para celebrar la eucaristía escucharán el solemne pregón de Navidad que se remonta —¡nada menos! — hasta la creación del mundo y, pasando por Abrahán, Moisés, David y la deportación de Babilonia, llega hasta la olimpíada 94, el año 752 de la fundación de Roma y el 14 del reinado del emperador Augusto, cuando en Belén de Judá nació Jesús, hijo de María la Virgen, a quien la iglesia confiesa como hijo de Dios. Nació en una cueva de pastores, que fueron los primeros en adorarlo, porque no había lugar para él en la posada. San Lucas narra este acontecimiento con extraordinaria sencillez, y como señal para que los pastores identifiquen al Salvador, Mesías y Señor recién nacido, los ángeles dicen que lo encontrarán «envuelto en pañales y acostado en un pesebre» (Lc 2,12). El pregón de Navidad termina exhortando a los fieles: «Hermanos, alegraos, haced fiesta y celebrar la mejor noticia de toda la historia de la humanidad».
San Pablo, una vez convertido al cristianismo, dirá que esto sucedió en la «plenitud del tiempo» (Gál 4,4), que es como si afirmara: cuando el tiempo llegó a su madurez, al cénit de su carrera, como si el tiempo buscara su significado o su meta. Cristo, de hecho, ha dividido el tiempo y la historia en un antes y un después. La expresión «plenitud del tiempo» es comentada por los teólogos según una doble perspectiva: el tiempo cronológico que pasa año tras año; y el tiempo en cuanto edad o período de la historia. En ambos sentidos, Cristo es la plenitud por ser Dios mismo quien entra en la vida de los hombres, de manera que el tiempo llega a ser una dimensión nueva de Dios. El tiempo cronológico no es un simple devenir, pues en Cristo llega a su plenitud. Y todas las épocas o períodos de la historia son asumidas e iluminadas por la presencia de quien, en sí mismo, da consistencia a todo (cf. Col 1,17).
Los evangelios nacieron, como tal género literario, para contar esta buena noticia para el mundo, crea o no crea en Cristo. Lo acontecido es buena noticia y fiesta desbordante porque el anhelo del hombre de una vida nueva, eterna y plenamente feliz halla en Cristo su respuesta. Podemos creer o no creer, pero lo cierto es que Dios cree y confía en el hombre, en su capacidad de encontrar el sentido de la vida y de colmar sus más íntimas aspiraciones hacia el bien, la verdad y la belleza. ¿Cómo no va a confiar en el hombre si ha venido a buscarlo en su propia carne?
Esta verdad de la Navidad es tan sorprendente e «increíble» para una razón cerrada en sí misma que los judíos la calificaron de «escándalo» porque no podían asumir que el Dios inefable se hiciera hombre; y los griegos la llamaron «locura» por idéntica razón. En realidad, judíos y griegos despreciaban al hombre en su radical pobreza y negaron al Dios que lo había creado y destinado para él, hasta el punto de que, en la plenitud de los tiempos, envió a su Unigénito para que, compartiendo la vida con los hombres, sus hermanos, tuviera la paciencia y la misericordia de conducirlos a él. Esto es Navidad.
+ César Franco
Obispo de Segovia