Carta del obispo de Segovia: «Quién es este?»

César Franco nos recuerda esta semana que la respuesta a esta pregunta nos la da el Evangelio de este domingo

cesarfrancomartinez

Redacción digital

Madrid - Publicado el - Actualizado

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La Semana Santa se inicia con la procesión de ramos que escenifica la entrada de Jesús en Jerusalén. Jesús es aclamado por el pueblo como mesías pacífico, sobre un asno, tal como anunció el profeta Zacarías. Dice el Evangelio que «toda la ciudad se sobresaltó preguntando: ¿quién es éste?». Algo parecido se dice de Jerusalén cuando los magos de oriente preguntaron por el rey de los judíos que acababa de nacer. ¿Por qué se sobresaltó la ciudad? Tanto el nacimiento de Jesús como su entrada en la ciudad santa podían ser interpretados con dos claves contrapuestas. Se sobresalta Herodes y su ciudad ante la amenaza de un rey que le dispute el trono. Cuando Jesús entra en Jerusalén, el sobresalto se manifiesta en la pregunta: ¿Quién es éste? Si es el mesías esperado, debería venir con más realeza; si no lo es, ¿por qué entra con tanto júbilo y montado en un pobre asno?

La pregunta sobre Jesús atraviesa los cuatro evangelios con diferentes matices. Hasta en el grupo de sus discípulos se conjetura sobre la posibilidad de que sea el mesías y algunos de ellos quieren sentarse a su derecha y a su izquierda. Entre el pueblo, hubo gente que quiso hacerlo rey, y ante Poncio Pilato la pregunta es directa: ¿Eres tú el rey de los judíos? Al final, Pilato decidió crucificarlo con el título de la cruz: Jesús Nazareno, rey de los judíos.

La respuesta a esta pregunta nos la da la liturgia en la Eucaristía de este domingo. Después de la procesión de ramos, ya en el templo, leemos la lectura de la Pasión. Jesús, ciertamente, es el mesías esperado y rey de los judíos y del universo. Pero ha venido de forma distinta a la esperada. Es un rey que se llama siervo paciente, varón de dolores, manso y humilde de corazón. No viene revestido de poder, sino de nuestra humilde carne mortal; no viene a librar batallas políticas, sino con la paz entre Dios y los hombres; no se rodea de poderosos, sino de pecadores y del pueblo humilde que le acoge con fe; no trae leyes opresoras, sino la ley de la libertad y del amor; su púrpura es la de su propia sangre; su corona es de espinas y su cetro, una caña. Su trono, en definitiva, es la cruz, y sus compañeros de patíbulo, dos malhechores. Pero tiene tal soberanía y mansedumbre que convierte a uno de ellos y le lleva a su reino, mientras el centurión confiesa que es el Hijo de Dios y hasta los que le acusaron ante el sanedrín se van dándose golpes de pecho.

Cuando muere, se oscure el sol, tiembla la tierra y el velo del templo de rasga en dos mitades en señal de duelo y de victoria. De duelo, porque ha muerto el Hijo de Dios y el templo queda sin sentido. De victoria, porque el velo significaba la distancia entre Dios y los hombres. Sólo una vez al año, cuando el sumo sacerdote pasaba más allá del velo, Dios concedía el perdón de los pecados de Israel. Al rasgarse el velo, la distancia desaparece, Dios se acerca al pueblo de manera misericordiosa e indulgente. Ya no es necesaria la sangre de víctimas animales. Jesús la sustituye con su propia sangre porque el velo de su carne se ha desgarrado y se ha abierto un camino directo hacia Dios que nadie puede cerrar. La carne de Jesús es el velo rasgado a través del cual todo hombre, hasta el pecador más caído, puede pasar con la certeza de ser abrazado por Dios. Jesús realiza el verdadero culto. Para ello, ha debido dejar que su carne se rasgara con la lanza y la puerta de su costado diera paso a la revelación suprema del amor de Dios manifestado en Cristo. No debe sorprender que se abrieran las tumbas de Jerusalén y los muertos salieran. La victoria de Cristo hace saltar la muerte en mil pedazos y amanecer la luz imperecedera.

+ César Franco

Obispo de Segovia