Carta del obispo de Segovia: «Una vida nueva»
César Franco nos recuerda esta semana que la Resurrección supuso una verdadera revolución para el judaismo y su primera consecuencia fue el nacimiento de la Iglesia
Madrid - Publicado el
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El segundo domingo de Pascua, llamado también de la Divina Misericordia, pone de relieve la primera consecuencia de la resurrección de Cristo: el nacimiento de la Iglesia. Los teólogos de la crítica liberal, que negaban la resurrección como hecho histórico, se las veían y deseaban para explicar dos cosas que, sin la resurrección, carecen de lógica. La primera es el nacimiento del domingo como día del Señor. La segunda, el nacimiento de la comunidad de la Iglesia. El cambio del sábado al domingo en el seno del judaísmo, solo se explica si en ese día sucedió algo que superaba las expectativas de los discípulos de Jesús. Del mismo modo, el nacimiento de la Iglesia tiene justa explicación si Jesús se mostró vivo y resucitado a los apóstoles que no daban crédito al anuncio de las mujeres.
La resurrección supuso una auténtica revolución en el judaísmo. No fue solo el paso de la incredulidad a la fe, sino la comprensión de que se había operado un cambio sustancial en la humanidad: si la muerte había sido vencida, todo adquiría una dimensión nueva. De ahí que la resurrección se entendiera como una «nueva creación» que da sentido a la primera y, de hecho, la redime. Los primeros cristianos entendieron esto con toda claridad. En el libro de los Hechos se describe la primera comunidad como una forma de vivir completamente nueva: la comunión de bienes, que se hacía libremente, expresaba la transformación realizada por la resurrección del Señor. Más aún, el texto de los Hechos de los Apóstoles afirma que este modo de vivir gozaba de la aprobación y simpatía de la gente que se unía a ellos para participar de esa novedad. El testimonio de los cristianos era tan atrayente que se convertía, como había prometido Jesús en el discurso de despedida, en el mejor camino de evangelización. Es muy significativo el comentario de san Lucas al describir la vida de los cristianos: «eran bien vistos de todo el pueblo; y día tras día el Señor iba agregando a los que se iban salvando» (Hch 2,47).
Este carácter evangelizador de la vida de los cristianos se ha repetido en la historia del cristianismo siempre que se ha comprendido la resurrección como un giro copernicano en la forma de vivir. El apóstol Pablo exhorta a los Colosenses a vivir aspirando a las cosas de arriba, lo cual no quiere decir que deban abandonar este mundo. Se trata de dejarse llevar por el Espíritu de la Vida que el Resucitado ha insuflado en la Iglesia, de forma parecida a lo que hizo Dios en la creación cuando insufló en Adán la vida y lo convirtió en un ser vivo. Jesús sopla sobre sus apóstoles y les insufla su propio espíritu para que sean capaces de llevar adelante la misión que les confía.
En sus exhortaciones habituales, el Papa Francisco insiste en esta idea para que los cristianos no hagamos del cristianismo una idea o filosofía (mucho menos una ideología), sino que vivamos la fe enraizada en la vida, y ofrezcamos a los demás nuestra propia experiencia de conversión. Para hacer esto, tenemos que dejarnos transformar por la fuerza del Resucitado. Es obvio que en la Iglesia primitiva existía el pecado, la división, la incoherencia. Los escritos del Nuevo testamento no nos ofrecen una imagen idílica de la Iglesia. Sin embargo, la fuerza de la gracia se dejaba sentir en quienes abrazaban la fe en Cristo con la certeza de que se trataba de una forma de vivir distinta de la pagana.
También hoy necesitamos vivir así. El peligro de ideologizar la fe es real. La falta del testimonio de vida puede reducir la fe a propaganda, a un activismo sin consistencia y, en el peor de los casos, a lo que se ha llamado la «apostasía silenciosa» que es el gran drama de Europa.
+ César Franco
Obispo de Segovia