Carta del obispo de Tortosa: «La libertad cristiana (IV): la misión del estado»

Enrique Benavent continua con sus escritos dedicados a la libertad cristiana. Esta semana recuerda que «el fundamento del bien común es el respeto a los derechos de las personas»

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Redacción digital

Madrid - Publicado el

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La libertad humana no tiene un carácter absoluto. El ser humano es social por naturaleza, por lo que en sus decisiones no puede olvidar que forma parte de la familia humana. Nuestra actuación está condicionada por nuestra pertenencia a la sociedad y por las exigencias que derivan de la relación con los demás. Así, por ejemplo, no se puede dañar al otro para conseguir un objetivo en la vida o para defender los propios intereses; se debe actuar con caridad respetando al prójimo y su conciencia, etc. Cuando estos principios básicos que ordenan la relación entre las personas no se observan, la convivencia social queda gravemente deñada. Para regular las relaciones entre los miembros de la sociedad y, de este modo, promover el bien común, son necesarias las estructuras políticas. Sin una organización de la convivencia éste es inalcanzable.

El fundamento del bien común es el respeto a los derechos de las personas. El estado tiene la obligación de garantizarlos. Sin embargo, el cambio en la idea de lo que son los derechos humanos que estamos viviendo en la cultura actual, conduce a que los cristianos nos encontremos ante conflictos de conciencia entre el derecho a actuar según nuestras convicciones religiosas y morales y los nuevos “derechos” que las autoridades reconocen y promueven. En su origen, los derechos humanos eran expresión de unos límites éticos que el estado debe respetar en su relación con las personas (por ejemplo: el estado no puede recurrir a la tortura; o no puede justificar la eliminación de un ser humano inocente); también indican caminos para la consecución de una sociedad más justa (podemos hablar así del derecho a un trabajo o a una vivienda dignos, o del derecho a una asistencia sanitaria, etc.).

Actualmente se habla del “derecho” al aborto o a la eutanasia. Los deseos subjetivos adquieren de este modo una consideración de “derechos” que el estado debe poner al alcance de todos. Además, como el estado se considera “garante” de los mismos, promueve la ideología que los sustenta sirviéndose de todos los medios que el poder pone a su disposición y, promulga leyes que tienen un carácter coercitivo para que las personas y las instituciones actúen según estos principios. De este modo, acaba convirtiéndose en una instancia que pretende invadir la vida de las personas en todos los ámbitos y modelar su conciencia moral.

Un cristiano que quiera actuar de acuerdo con sus principios morales debe ser consciente de que no puede colaborar directamente a la realización de una acción que sea contraria a las exigencias del orden moral, a los derechos fundamentales de las personas o a las enseñanzas del Evangelio (ni material ni intencionalmente, aprobándola, por ejemplo); y que debe anteponer el dictado de su conciencia a lo ordenado o permitido por las leyes. Y es aquí donde pueden aparecer los conflictos de conciencia.

Ante esta situación, la Doctrina de la Iglesia enseña que la libertad religiosa y de conciencia de los ciudadanos es un bien que los poderes deben salvaguardar siempre que no se ponga en peligro la vida o la dignidad de las personas; que las autoridades deben mantener una neutralidad tanto en las cuestiones religiosas como en las opciones morales que se debaten en la sociedad; que no deben servirse de los medios públicos (que son de todos) para difundir una determinada concepción del ser humano o de la vida; y que su actuación debe estar inspirada en el principio de subsidiariedad, es decir, que aquello que la sociedad promueve por sí sola no debe hacerlo el estado.

+ Enrique Benavent Vidal

Obispo de Tortosa