Carta pastoral del arzobispo de Burgos: San Agustín y la búsqueda de la verdad
Mario Iceta destaca del santo que sirvió a la Iglesia con la palabra y el testimonio, como sacerdotes y después como obispo
Madrid - Publicado el
4 min lectura
Hoy, festividad de san Agustín de Hipona, recordamos a este doctor de la Iglesia y patrono de los que buscan, de manera incasable, la Verdad.
«Como el amor crece dentro de ti, la belleza crece, porque el amor es la belleza del alma». Esta frase del orador, filósofo y teólogo nacido en el norte de África, considerado uno de los Padres de la Iglesia más importantes en el cristianismo, aúna todo lo que Dios, al encontrarse con él, dejó escrito en lo profundo de su mirada: amor, belleza, verdad y bien.
Sin embargo, toda su vida no fue un canto a la fe. Su carácter inquieto le mantuvo lejos de la religión cristiana durante muchos años. Pero su madre, Mónica, rezaba día y noche por la conversión de su esposo y de su hijo. Después de varios años, Agustín, que había llegado a la península Itálica en busca de nuevas escuelas filosóficas, al escuchar un sermón de San Ambrosio de Milán y la salmodia cantada en el templo sintió que su coraza interior se derrumbaba y amanecía una luz y un amor nuevos para él totalmente desconocidos. Abandonó sus malos vicios y costumbres y, en el Domingo de Resurrección de ese mismo año, decidió bautizarse y aceptar la fe cristiana.
Agustín sirvió a la Iglesia con la palabra y con el testimonio, como sacerdote y después como obispo, aunque su vida –antes de su conversión– no estuviera marcada por las huellas de Jesús. O sí. Y, tal vez, el Señor lo hizo desde el silencio, porque como él mismo dijo, «Tú nos hiciste para Ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti» (Confesiones, i, 1, 1).
Estas palabras, raíz y fruto de toda una vida para Dios, compendian el eco de su apasionada historia. De padre pagano y madre cristiana, nace el 13 de noviembre de 354 en Tagaste (Imperio romano), recibe el Bautismo en el 387, es ordenado presbítero de Hipona en el 391 y obispo de la ciudad en el 395. Muere un día como hoy, en el año 430, a los 75 años.
Una vida de búsqueda incesante de la Verdad: la auténtica, la de la fe en un Amor infinito que reconstruye y salva. Un camino recorrido con luces y sombras, pero empapado de la fuerza redentora del perdón, que nos enseña, desde las propias entrañas del santo, que «enamorarse de Dios es el romance más grande; buscarle, la mayor aventura; encontrarlo, el mayor logro».
El Papa Francisco, en su exhortación apostólica Christus vivit, se refiere a san Agustín cuando dice que «no hay que arrepentirse de gastar la juventud siendo buenos, abriendo el corazón al Señor, viviendo de otra manera. Nada de eso nos quita la juventud, sino que la fortalece y la renueva: “Tu juventud se renueva como el águila” (Sal 103, 5). Por eso, san Agustín se lamentaba: “¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva! ¡Tarde te amé!”». Esta frase, procedente de sus Confesiones, nos hace entender que cuando el Señor pone sus ojos en los nuestros, aun siendo consciente de nuestros pecados y debilidades, ve aquello en lo que Él nos convertirá por Su gracia. Tanto, y en tal medida, que podamos decir, como san Pablo: «Vivo, pero no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí» (Gal 2, 20).
Santa Teresa de Jesús, en el Libro de la Vida, relata la enorme influencia que tuvo en su proceso de conversión la lectura del libro de las Confesiones… «Como comencé a leer las Confesiones, paréceme me veía yo allí. Comencé a encomendarme mucho a este glorioso santo. Cuando llegué a su conversión y leí cómo oyó aquella voz en el huerto no me parece sino que el Señor me la dio a mí, según sintió mi corazón» (V 9, 8).
Qué misterio insondable encierra la vida de este santo que se fió de un Dios que murió y resucitó por él, aun estando alejado de Su corazón. Su madre, santa Mónica, quien abrió las puertas de su conversión, pone de manifiesto que todos los sinsabores, los miedos y las horas derrochadas en la crianza de los hijos, cuando son entregados a Dios, acaban dando fruto. Él mismo escribiría después, desde el dolor, «¿Cómo podía ser que tú desoyeras y rechazaras las lágrimas de la que no te pedía oro ni plata ni bien alguno pasajero, sino la salud espiritual de su hijo, que era suyo porque tú se lo habías dado?».
Le pedimos a la Santísima Virgen María que, de la mano de san Agustín, nos prepare el camino del perdón para encontrar la Verdad que libera y salva. «Él eligió a la Madre que ha creado, Él creó a la Madre que había elegido», (Serm. 69, 3). Que Ella nos lleve al encuentro con el Amado; y que, mientras caminamos, podamos escribir –como lo hizo este santo– con el testimonio de nuestras vidas que «el amor es la belleza del alma».
Con gran afecto, pido a Dios que os bendiga.