Carta pastoral del Cardenal Ricardo Blázquez: Esperamos la vida eterna

El arzobispo de Valladolid dedica su última carta pastoral a las celebraciones que viviremos durante este mes de noviembre

Carta pastoral del Cardenal Ricardo Blázquez: Esperamos la vida eterna

Agencia SIC

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Durante el mes de noviembre, en que celebramos los cristianos la fiesta de todos los santos, la conmemoración de todos los fieles difuntos y la solemnidad de Nuestro Señor Jesucristo, Rey del Universo (este año el día 21), miramos con fe y esperanza particularmente hacia el futuro de la vida personal y de la consumación del mundo. El día 1 la Iglesia peregrina en la tierra celebra la memoria de los que han recibido la corona de la gloria y nos estimulan con su ejemplo en el camino de la vida. El día 2 la Iglesia ora al Señor por los que “nos precedieron con el signo de la fe y duermen en la esperanza de la resurrección” para que “purificados de toda mancha de pecado” puedan gozar de la felicidad eterna. Y en la fiesta de Jesucristo Rey del Universo pedimos a Dios Padre que “podamos vivir con Él en el reino de los cielos”. En el último mes del Año litúrgico somos invitados a pensar en los “novísimos” y en las postrimerías. Sintonizar interiormente con el sentido de la vida marcado por la trascendencia y la finitud es fuente de sabiduría y de moralidad.

Los cristianos, incorporados por la fe y el bautismo a Jesucristo muerto y resucitado, estamos llamados a vivir siempre alentados por la esperanza. ¡Siempre es posible la esperanza para quienes viven unidos al Señor vencedor de la muerte! También en el umbral de la muerte, cuando ya no podemos prolongar la existencia; en la decrepitud y el agotamiento de las fuerzas, cuando ya no podemos proyectar razonablemente etapas nuevas en el futuro… es posible la esperanza cristiana que se apoya en Jesucristo que murió por nosotros y resucitó para que tengamos vida eterna. En la vida y en la muerte somos del Señor. “Ya vivamos, ya muramos somos del Señor”. Pues para esto murió y resucitó Cristo: para ser Señor de vivos y muertos” (Rom. 14, 8–9). La esperanza es como una luz que alumbra el camino de la vida en todo momento; con razón se la llama “alegre esperanza” (cf. Tito 2, 13). La esperanza impregna el corazón de gozo y de paciencia, de aguante y felicidad, de ánimo y de laboriosidad. La esperanza no es un puro deseo ni un simple aguardar sino un recorrido que termina en una meta prometida por Dios y suspirada por el hombre. ¡Hay cielo, hay patria, hay vida eterna, si nos dejamos agarrar por Jesucristo! Con Él podemos cruzar y atravesar la puerta de la muerte. ¡Qué bellamente escribió nuestro José Luis Martín Descalzo sobre todo esto cuando siendo todavía joven presentía la proximidad de la muerte!: “Morir es solo morir. Morir se acaba. / Morir es una hoguera fugitiva. / Es cruzar una puerta a la deriva / y encontrar lo que tanto se buscaba”.

Hace ya algunos años J. Guitton, intelectual cristiano y amigo del Papa Pablo VI, escribió refiriéndose a Francia, su país, que estaba teniendo lugar un “silencio sobre lo esencial”. Esta observación acontece también entre nosotros hoy. Hablamos de todo, de lo conocido e imaginable, por tantas vías y maneras, a tiempo y a destiempo, pero hay realidades sobre las cuales callamos, guardamos silencio, nos acomodamos a un ambiente que no permite salirse del guion, como si fuera de mal gusto e incómodo. ¿Por qué apenas pronunciamos el nombre de Dios? ¿Por qué eludimos las palabras vida eterna como si nos refiriéramos a una zona prohibida? ¿Por qué, en otro orden de cosas, van desapareciendo las palabras esposo y esposa para ser sustituidas por la genérica “pareja”? Si el lenguaje de alguna forma hace presente la realidad, censurar las palabras equivale a ocultarla.

El credo de los cristianos se inscribe en dos coordenadas, a saber, la fe en Dios y la esperanza en la vida eterna. Venimos de las manos de Dios, que es nuestro Padre; hemos sido salvados por su Hijo Jesucristo y recibimos una vida nueva y germen de la eterna por el Espíritu Santo Señor y vivificador. La vida cristiana posee unos puntos cardinales; no existe sin norte y sin referencias primordiales, no es vacía ni ciega. Recordemos la advertencia de ese excelente sabio cristiano citado arriba: “No hagamos silencio sobre lo esencial”. San Pablo en la carta a los cristianos de Éfeso les recuerda la situación anterior en que vivían “sin esperanza y sin Dios en el mundo” (Ef. 2, 12); pero en Jesucristo, que es nuestra paz, debemos vivir como hermanos; sacrificarse por los demás es una lección del Evangelio que tiene que ver con el servicio que nos enseñó Jesús y con la fecundidad de la vida.

Cuando fallan los cimientos de la existencia humana que nos sostienen, fácilmente caemos en el sinsentido, en lo que se ha llamado el “malestar” de nuestra cultura, en la desazón, en la desesperanza, en la oscuridad, en el desconcierto, en el rechazo de unos por otros, en el miedo y autoconfinamiento como si el horizonte se hubiera recortado y no dispusiéramos de amplio respiro.

La salvación cristiana no es automática, ya que es don de Dios y acogida libre del hombre. Si Dios nos creó sin nuestro consentimiento, no nos salvará sin nuestra colaboración humilde y fiel. Por eso esperamos la vida eterna y debemos contar también con el riesgo de la perdición definitiva. En el Evangelio encontramos pasajes que presentan esta dualidad de la libertad ante nuestro destino último: Ser acogido en el “seno de Abrahán” como el mendigo Lázaro o ser excluido como el rico Epulón (cf. Lc 16, 19 ss); ser heredero del reino eterno o ser arrojado a las tinieblas exteriores (cf. Mt. 25, 31 ss.). Porque la salvación es un encuentro entre Dios y el hombre libre, no podemos conocer con certeza el desenlace ni, por tanto, saber si tal persona ha entrado ya en la casa eterna del Padre. Nos deben guiar en estas cuestiones tan decisivas para la suerte definitiva del hombre tanto la confianza en la misericordia sin límites de Dios como la conciencia sobre nuestra fragilidad.

Nos encaminamos como peregrinos, alegres por la esperanza y guiados por la fe, hacia la Jerusalén celeste y a la morada de Dios para vivir eternamente con una multitud de hermanos.

¡Que intercedan por nosotros todos los santos, encomendemos a los difuntos en la oración, acojamos el Reino de justicia, de amor y de paz!

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