Carta pastoral de Mons. César Franco: Admirable intercambio

El obispo de Segovia dedica su última carta pastoral a las lecturas que escuchamos estos días durante la Santa Misa

Carta pastoral de Mons. César Franco: Admirable intercambio

Agencia SIC

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Desde sus orígenes, la fe católica no ha sido una pacífica posesión de verdades aceptadas por los fieles con total unanimidad. La reflexión sobre el misterio que entraña la persona de Cristo queda ya reflejada en los textos del Nuevo Testamento. Que la persona de Jesús suscitó opiniones encontradas es un dato que aparece en los evangelios, no sólo entre seguidores suyos y oponentes, sino entre los mismos discípulos cuando Jesús les pregunta qué dice la gente de él y qué dicen ellos.

En las cartas de Pablo, éste tiene que salir al paso de algunos corintios que negaban la resurrección de Jesús, es decir, su divinidad. Y la primera carta de Juan es un alegato en defensa de la humanidad del Hijo de Dios frente a quienes negaban que Jesucristo había asumido nuestra propia carne. La divinidad y la humanidad de Jesús se convierten durante los primeros siglos, en dos polos que se repelen. Arrianismo, nestorianismo, monifisismo son algunas de las herejías que provocaron cismas en la iglesia en razón de la exclusión de una de estas dos verdades de fe: que Jesucristo es verdadero Dios y es verdadero hombre. La misma palabra «Jesucristo» implica la unión de las dos realidades. El hombre llamado Jesús es el Cristo, confesado como Dios.

Durante el tiempo de Navidad, si participamos con atención en su liturgia, observaremos que la iglesia pretende, especialmente con sus oraciones, lecturas y los prefacios eucarísticos, inculcarnos y explicar esta fe. En las oraciones aparece una expresión muy significativa: se nos habla del «admirable intercambio». ¿A qué se refiere? Sencillamente, a la unión de lo divino y de lo humano en la única persona del Hijo de Dios, Jesús. El Hijo de Dios, que poseía la naturaleza humana, al encarnarse en el seno de María, ha asumido la naturaleza humana, uniéndolas en su única persona. Esto tiene una consecuencia inmediata para los hombres, pues al unirse a nuestra naturaleza, nos capacita, según dice el prólogo de san Juan, para recibir la suya y ser verdaderamente hijos de Dios. Este es el admirable intercambio o trueque, del que habla la liturgia. Dios y el hombre intercambiando sus propiedades en la persona del hombre nuevo, Jesucristo, Hijo de Dios e Hijo del hombre. Excluir cualquiera de estas dos facetas es renunciar a la verdadera fe del Nuevo Testamento y de la Iglesia. Por eso, tuvieron lugar en los primeros siglos de la Iglesia los concilios que han pasado a la iglesia como los impulsores de la verdad sobre Cristo y definieron las verdades de la fe.

El hecho de que, con la reforma de la liturgia del Concilio Vaticano II y por expresa voluntad de san Pablo VI, el primer día del año se dedique a la solemnidad de María, Madre de Dios, tiene que ver con lo que venimos diciendo. Cuando el concilio de Éfeso, reunido para rechazar la teoría de Nestorio, patriarca de Constantinopla, declara solemnemente que María es la Madre de Dios, la Theotokos, reafirma en realidad que Jesús, hijo de María, no es solamente un hombre en el que viene a habitar Dios, sino que es Dios mismo, hecho hombre en las entrañas de María. La maternidad divina de María es la consecuencia lógica de haber concebido en su seno y haber alumbrado al Hijo de Dios, que, como le dijo el ángel, se llamaría Jesús, que significa «Dios salva». Hasta el mismo nombre del personaje histórico, Jesús, nos habla de su condición divina, porque solo Dios puede salvar al hombre del pecado y de la muerte. Antes del Vaticano II, el 1 de Enero se celebraba la fiesta del Nombre de Jesús, impuesto a los ochos días en la circuncisión. Sin dejar de mirar al Hijo, la Iglesia pone ahora su mirada en la madre, para aclamarla como Madre de Dios.

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