Carta pastoral de Mons. Enrique Benavent: Un Dios de vivos

El obispo de Tortosa dedica su carta pastoral a la celebración de la solemnidad de Todos los Santos y la conmemoración de los fieles difuntos

Carta pastoral de Mons. Enrique Benavent: Un Dios de vivos

Agencia SIC

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Los dos primeros días del mes de noviembre, la celebración de la solemnidad de Todos los Santos y la conmemoración de los fieles difuntos nos llevan a recordar de un modo especial a tantas personas que han pasado por nuestras vidas y que ya no están entre nosotros: padres, hermanos y otros familiares; amigos y compañeros con los que hemos compartido momentos significativos; personas que nos han ayudado en momentos delicados; creyentes que han sido modelo y estímulo de fe en nuestro caminar como cristianos. Este recuerdo nos mueve a visitar los cementerios donde reposan sus restos mortales, como signo de veneración y respeto. Para los creyentes, su recuerdo debe estar impregnado de un sentimiento de agradecimiento a Dios y, por tanto, debe transformarse en oración, en Palabra de amor a Él, porque a través de ellos hemos conocido su amor y, en muchos casos, gracias a ellos, que han sembrado la semilla de la fe en nuestros corazones, le hemos conocido.

El recuerdo y oración no tienen como finalidad alimentar el dolor, sino ayudarnos a crecer en la fe en la resurrección y en la esperanza en la Vida Eterna. La experiencia de la muerte es el horizonte de la vida de todo ser humano. Es como un enemigo que está ante nosotros, que es más fuerte y de quien no podemos escapar. Todos la tendremos que afrontar, aunque no sepamos cómo ni cuándo. Y no le encontraremos una explicación racional. El Concilio Vaticano II afirma con contundencia: “Toda imaginación fracasa ante la muerte”. Sin embargo, la fe nos abre una ventana a la esperanza. Quien ha conocido el amor de Dios y ha creído en ese amor no duda de su voluntad de salvación para todos los hombres, ni de su misericordia. Sabemos que si Dios nos ha dado esta vida es porque quiere darnos una mejor; que es un Padre bueno que no abandona a sus hijos; que sabe ver lo bueno que hay en el corazón de cada uno de ellos; que es clemente y misericordioso, lento a la ira y rico en piedad y misericordia. Por ello, confiamos en que nuestros hermanos, que a nuestros ojos han muerto, viven ya para Dios.

“Si hemos puesto nuestra Esperanza en Cristo solo en esta vida, somos los más desgraciados de todos los hombres” (1Co 15, 19). La Vida Eterna no es un premio de consolación. Para un cristiano es la verdadera meta de la vida temporal, aquello por lo que tiene que esforzarse y luchar. Por ello los cristianos, que apreciamos y agradecemos la belleza de la vida presente y los dones que Dios nos regala cada día, no podemos ser egoístas; no queremos cerrar los ojos ante el sufrimiento de tantas personas víctimas de injusticias, que tienen la sensación de que esta vida no merece ser vivida, y nos comprometemos a aliviar sus dolores y sufrimientos; y no nos debemos aferrar con desesperación a esta vida, porque sabemos que hay otra mejor. El testimonio de los mártires es un modelo de esperanza para todos.

Y esta esperanza tiene un fundamento: nuestra fe en Cristo, el primer sufriente y el primer resucitado. Él bebió e hizo suyo el cáliz del dolor de toda la humanidad y nos muestra la grandeza de la gloria a la que Dios nos llama. Recordemos a nuestros hermanos de tal modo que la fe nos lleve a verlos unidos a Cristo.

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