Carta pastoral de Mons. Manuel Herrero: Sinodalidad y estado democrático

El obispo de Palencia reflexiona en su última carta pastoral sobre el Sínodo de los Obispos que empezó el pasado mes de octubre

Carta pastoral de Mons. Manuel Herrero: Sinodalidad y estado democrático

Agencia SIC

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De vez en cuando y también últimamente, y también dentro de la misma Iglesia, se levantan algunas voces, con motivo de la convocatoria del Sínodo Eclesial en sus diversas fases, exigiendo o alegrándose de que la Iglesia entre o haya entrado por la senda democrática.

Sin duda alguna lo hacen, con buena intención, para promover una mayor participación de los fieles en las decisiones y marcha de la Iglesia. Y lo entiendo, pero no podemos confundir las cosas, ni a las persona o grupos. Tomo algunas frases e ideas de Carlos Martínez Oliveras en el libro Diez cosas que el Papa Francisco quiere que sepas sobre la sinodalidad; Publicaciones Claretianas, Madrid, 2021, 89 y ss.

La Iglesia no es un grupo o comunidad como lo es un estado o una comunidad de vecinos donde cada uno tiene un voto y lo ejerce según sus preferencias, bien ideológicas bien tácticas.

Algunos arguyen que el Concilio Vaticano II presentó a la Iglesia como pueblo. Así lo hace en la Constitución Lumen Gentium, capítulo II, 9–17. Pero hay que leer entero el capítulo, no quedarse en los títulos, para entender que se trata de un pueblo especial, del Pueblo de Dios, es decir un pueblo, que es el resultado del plan de Dios de santificar y salvar a los hombres, no individualmente y aislados, sin conexión entre sí, sino en comunidad. Usa la palabra y el concepto pueblo por ser este un concepto tomado del Antiguo Testamento, para referirse al Pueblo de Israel, pueblo con el que Dios hizo una alianza y a quien educó poco a poco. El pueblo de Dios al que se refiere el Concilio es el pueblo que ha nacido, no de la carne o de la sangre, sino de la fe, expresada en el bautismo donde nace el agua y del Espíritu; un pueblo adquirido por Dios con la finalidad de que extienda su Reino; un pueblo que tiene como Cabeza a Jesucristo, en el que la dignidad es común, la de la dignidad y libertad de los hijos de Dios; un pueblo que tiene como ley el mandamiento del amor: amar como Jesucristo nos ha amado y cuyo destino es el Reino de Dios. Este pueblo, aunque de hecho no abarque hoy a todos los hombres y mujeres y parezca un pequeño rebaño, es germen de unidad, de esperanza y salvación para todo el género humano.

Este pueblo, cuyos miembros comparten la misma dignidad, busca la unidad que es fruto de la caridad; un pueblo donde la diversidad de ministerios o servicios, funciones y carismas fortalece y refuerza la unidad. No porque lo hayamos establecido nosotros por decisión autónoma, sino por acción del Espíritu Santo. Al servicio del pueblo, en lo que toca al Evangelio, estamos y debemos estar todos, desde el papa, los obispos, los presbíteros, diáconos, miembros de vida consagrada y hasta el último. Por poner un ejemplo: el Obispo de Roma, que es el que nos preside en el servicio de la fe y la caridad es el siervo de los siervos de Dios siguiendo a Jesucristo.

Este pueblo, la Iglesia, no es una democracia; el poder no está en el pueblo, en los hombres y mujeres que lo forman. La Cabeza es Jesucristo y su Espíritu. No se trata, a diferencia de la sociedad civil, de ver quién tiene el poder para marcar el rumbo; la Iglesia no puede ser confundida con ningún sistema político al uso. Cualquier comparación con un sistema determinado –monarquía, dictadura, democracia– es inadecuada y acaba chirriando por todas partes.

La sinodalidad es un modelo que debe tener impacto positivo en todos los niveles de la vida de la Iglesia. Los valores de voz, escucha, diálogo, participación, implicación y corresponsabilidad deben ser altamente valorados por la sociedad democrática y particularmente en la cultura occidental que exalta la participación de ciudadanos en la toma de decisiones. La Iglesia se sitúa en el ámbito de la comunión, no de mayorías o minorías, no es un parlamento donde cada uno tiene un voto. Se trata de ponernos todos a discernir qué es lo quiere el Espíritu para la Iglesia en el momento actual de la sociedad. No se trata de que triunfe mi modo de ver, ni el del otro o los otros, sino lo que el Señor quiere para su Iglesia, y para eso la oración, la escucha de todos, el diálogo fraterno y el discernimiento común a la luz del Evangelio son fundamentales en el Sínodo.

Este estilo no es nuevo en la Iglesia, es el de siempre, aunque no siempre se haya vivido de la misma manera. Ya desde la época de los primeros cristianos. Es elocuente el texto de San Cipriano, del siglo III: “Si es verdad que en la Iglesia local nada se hace sin el obispo, también es verdad que nada se hace sin el consejo de los presbíteros y diáconos y sin el consentimiento del pueblo” (San Cipriano, carta 66, 8).

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