Carta pastoral de Mons. Manuel Herrero: Sortear escollos en el camino sinodal

El obispo de Palencia dedica su última carta pastoral al camino sinodal que está empezando en la diócesis con la fase diocesana

Carta pastoral de Mons. Manuel Herrero: Sortear escollos en el camino sinodal

Agencia SIC

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En el camino sinodal que estamos iniciando, como en todo camino o viaje, podemos caer en escollos, trampas o tentaciones, como en el mismo proyecto humano personal y comunitario, que nos desvíen de la ruta y no consigamos llegar al final, al puerto.

Sin ánimo ni de ser original ni exhaustivo, presento algunos.

1º. Creer que en la vida y en la Iglesia podemos caminar solos, sin necesidad de nadie, y vivir la vida como el personaje de Robinson Crusoe, el de la obra de Daniel Defoe. Es imposible desde el punto de vista humano y menos cristiano. Humanamente, nacemos del amor de nuestros padres, y estamos necesitados desde el primer momento de ver la luz, no cómo algunos animales que nacen y ya son autosuficientes. Cristianamente necesitamos de Dios, nuestro Padre, de la Iglesia, nuestra madre, de los demás que son nuestros hermanos. Nadie se salva solo; Dios nos quiere en familia, unidos en la fraternidad que brota de la fe, la esperanza y el amor.

2º. Considerar y querer que nos dirigimos a nosotros mismos en lugar de ser dirigidos por Dios; que somos los que llevamos el timón de nuestra barca… No se trata de negar nuestra libertad, pero vivir en una Iglesia sinodal, trabajar y participar en este proyecto de comunión, participación y misión, es estar abiertos ser dirigidos por el Espíritu Santo; Él sopla y guía nuestra pequeña barca; a nosotros nos toca colaborar, estar a su servicio, desplegando velas, remando; nos toca ser dóciles y secundar sus iniciativas; los primeros cristianos, ante las dificultades, como en la Asamblea de Jerusalén, después de dialogar y orar, decían: «el Espíritu Santo y nosotros…» (Hech 15, 28); San Pablo tenía sus planes de anunciar el Evangelio en Asia y Bitinia, pero el Espíritu se lo impidió y se encaminó a Macedonia (Hech 16, 4–40).

3º. La tentación de centrarnos en nosotros mismos y nuestras preocupaciones y necesidades inmediatas. Las tenemos, es verdad, y Dios las conoce, pero no podemos quedarnos como en las novelas de D. Camilo, de Giovanni Guareschi. El mundo es más grande, nuestros problemas, comparados con los de otros, no son tan importantes. Debemos saber mirar más allá, ampliar horizontes, mirar a las periferias geográficas, humanas, cristianas, etc.

4º. Considerar sólo los problemas. Que los hay, no hay por qué negarlos ni edulcorarlos creyendo que “to el mundo es bueno”. Existe el mal, hay dinamismos males en la sociedad y en la Iglesia, pero no únicamente eso. Hay personas buenas, es más, en el fondo de toda persona hay algo bueno, lo contrario sería negar la obra creadora de Dios (Gen 1), e, incluso, del mal y de los errores podemos aprender y sacar bien. Decía san Pablo: «Sabemos que a los que aman a Dios todo les sirve para el bien» (Rom 8, 28). Y san Agustín comentará: «¿También el pecado?» Y dirá que sí, porque del pecado podemos aprender humildad, a comprender a los otros, y acercarnos a la misericordia de Dios. Dios sigue actuando en el corazón del mundo, de las personas de la sociedad, negarlo sería negar a Dios, ser necios.

5º. La tentación de quedarnos en las estructuras. Tenemos que renovar las estructuras de la Iglesia diocesana, nacional y universal, también de la sociedad, de tal manera que fomenten la comunión, la participación y la misión; pero no podemos quedarnos ahí. Está la renovación personal, la conversión, sin ella estaremos dando palos de ciego. San Pablo VI nos lo recordaba cuando decía que: «No hay humanidad nueva si no hay en primer lugar hombres nuevos con la novedad del Bautismo y de la vida según el Evangelio. La finalidad de la evangelización es por consiguiente este cambio interior, y si hubiera que resumirlo en una palabra, lo mejor sería decir que la Iglesia evangeliza cuando con la sola fuerza divina del mensaje que proclama, trata de convertir al mismo tiempo la conciencia personal y colectiva de los hombres, la actividad en la que ellos están comprometidos, su vida y ambiente concretos» (EN 18).

Tenemos que ser sal, luz, levadura y la ciudad alta de la que habla el Evangelio, (Mt 5, 13–16) en el mundo en que vivimos y trabajamos. Por eso tenemos que abrirnos a otras personas con las que convivimos, vecinos, familiares, hombres y mujeres de los campos de la economía, la política, la cultura, el deporte, las artes, los medios de comunicación social, las iniciativas sociales y reflexionar, sobre todo, los problemas de la vida, la casa común, la ecología, la paz, etc.

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