Carta del obispo de Segorbe-Castellón: «Tiempo de reconciliación»

En este camino de conversión que es la Cuaresma, Casimiro López Llorente nos invita leer y meditar la Palabra de Dios para descubrir sin nuestra vida es la que nos pide el Señor

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Redacción digital

Madrid - Publicado el - Actualizado

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En Cuaresma, la Palabra de Dios nos exhorta a la conversión de mente, de corazón y de vida, al arrepentimiento de nuestros pecados y a la reconciliación con Dios y los hermanos en el sacramento de la penitencia.

La lectura orante de la Palabra de Dios, la lectio divina, nos puede ayudar en este proceso. Una vez leída, meditada y hecha oración la Palabra de Dios, viene su contemplación y la aplicación a nuestra vida. En la contemplación la Palabra de Dios dejamos que Dios mismo ilumine nuestra realidad personal. La Palabra de Dios “es viva y eficaz; penetra hasta el punto donde se dividen alma y espíritu…; juzga los deseos e intenciones del corazón” (Hb 4,12). La Palabra de Dios nos ayuda a descubrir si nuestros pensamientos y deseos, si nuestras acciones y omisiones han sido o son los que nos pide el Señor.

La contemplación de la Palabra de Dios encarnada, Cristo Jesús, de sus palabras, de sus acciones y de su muerte en la Cruz, nos descubre que el amor de Dios es más fuerte que nuestro pecado. Quien contempla y experimenta la grandeza y profundidad del amor de Cristo, siente profundo dolor por su falta de respuesta al amor de Dios. Este amor infinito que se entrega por cada uno de nosotros hasta la muerte, nos desvela la misericordia infinita de Dios, siempre dispuesto al darnos el abrazo del perdón. Pues como nos dice San Pablo, “en la Cruz, Dios mismo estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo, sin pedirle cuenta de sus pecados” (2 Cor, 5, 19). Por ello el mismo apóstol nos exhorta: “En nombre de Cristo os pedimos que os reconciliéis con Dios” (2 Cor 5, 20). Y es en el sacramento de la penitencia donde podemos experimentar de un modo muy personal ese amor misericordioso y reconciliador de Dios.

Si dijésemos que no tenemos pecado, nos engañaríamos a nosotros mismos (cf. 1 Jn 1,8). En nuestro peregrinaje hacia la casa del Padre, nos vemos con frecuencia tentados a abandonar y, de hecho abandonamos, los caminos que Dios nos ofrece para llegar a la Vida plena, eterna y feliz. Cuando transgredimos por acción u omisión los mandamientos de la ley de Dios y el mandamiento nuevo del amor, nos alejamos de Dios y de los hermanos, de su amistad y de la casa paterna. Como hijos pródigos tenemos la necesidad de repetir con frecuencia: “Padre, he pecado contra el cielo y contra Ti. No soy ya digno de llamarme hijo tuyo” (Lc 15,21). Para que no nos sintamos abandonados en nuestro alejamiento y en nuestra soledad, Cristo nos ha dejado en su Iglesia el sacramento de la penitencia. Como al hijo pródigo, Dios nos espera siempre para darnos el abrazo del perdón, para reconciliarnos con Él y con el prójimo.

+ Casimiro López Llorente

Obispo de Segorbe-Castellón