Carta pastoral del obispo de Segovia: "La herida del cínico"
César Franco asegura que "cuando el hombre rechaza la verdad y se hace aliado de la mentira, poco a poco elimina obstáculos para la exaltación de su yo"
Madrid - Publicado el - Actualizado
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La enseñanza de Jesús en el Evangelio de hoy es de vibrante actualidad. Trata de la humildad, virtud propia del cristianismo, que consiste en reconocerse en la verdad de sí mismo, como enseña santa Teresa: humildad es caminar en verdad. Digo que esta enseñanza es actualísima porque, habiendo sido desterrada la verdad de nuestra sociedad para abrir las puertas a la mentira como método de acción social y política, es imposible que la humildad tenga posibilidad de existir. Aún así, es frecuente entre políticos y gobernantes hablar de humildad para definir el ejercicio ordinario de su actuar. Es evidente que la deconstrucción del lenguaje ha llevado al vaciamiento de sus contenidos. Lo que se dice no significa nada.
Al entrar Jesús en la casa de un importante fariseo, observó que los convidados escogían los primeros puestos. El afán por ser notable, estimado, considerado importante por los demás es propio de nuestra condición. Otra cosa es que, para lograrlo, se utilice cualquier medio directo o indirecto. Jesús invita a lo contrario, a buscar el último puesto, porque, si merecemos otro superior, quien nos haya invitado al banquete nos lo hará saber. Este afán de gloria y honor —en definitiva, de poder— que se da en todos los ámbitos de la sociedad significa, según el biblista A. Vanhoye, una tendencia egoísta y soberbia. «Los peores obstáculos al amor —escribe— son la soberbia y el orgullo, que desean tener los honores para sí […] quien busca directamente los honores, no se los merece. Sin embargo, quien se contenta con el último puesto, manifiesta una actitud positiva de generosidad, de apertura al amor verdadero».
Si el servicio a la sociedad y al bien común se debe medir por la capacidad de quienes lo desean, es fácil concluir que sin verdadera humildad será imposible realizarlo, por mucho que se alardee de ser humilde, lo cual ya es signo elocuente de falsedad. Dado que la humildad crece a la sombra de la verdad, pero la posibilidad de que esta exista se niega de forma caprichosa e insensata, solo queda la soberbia y el orgullo de ser uno mismo quien discierne lo verdadero de lo falso según su propio provecho y se instala en el reino de la mentira.
En la lectura del Eclesiástico de este domingo, muy acorde con la enseñanza de Jesús, se exhorta a proceder con humildad, a hacerse pequeño ante las grandezas humanas porque Dios revela sus secretos a los humildes. Y termina el pasaje con este consejo sabio y descarnado: «No corras a curar la herida del cínico, pues no tiene cura, es brote de mala cepa» (Eclo 3,28). Se trata del cínico que, al negar la verdad, se burla de todos los valores y de los demás. Y, con oculta arrogancia, se presenta con la máscara de la humildad, de la empatía y de lo que el Papa Francisco, en la clausura del sínodo de 2014, definió como «la tentación del buenismo destructivo, que en nombre de una misericordia engañadora venda las heridas antes de curarlas y medicarlas; que trata los síntomas y no las causas y las raíces».
Llama la atención que la herida del cínico no tenga cura. Quiere decir que es tan profunda, que constituye su propia naturaleza y exigiría una conversión radical. Se parece esta sentencia a otra del comediógrafo Plauto, que dice: «Pienso que aquel en quien el sentimiento de la vergüenza ha muerto, es hombre perdido». La experiencia nos enseña que esto no puede ser más cierto. Cuando el hombre rechaza la verdad y se hace aliado de la mentira, poco a poco elimina obstáculos para la exaltación de su yo: pudor, vergüenza, dignidad. Se ha alejado de la humildad y se ha encaramado al pedestal de sí mismo, es decir, ha caído en el abismo.
+ César Franco
Obispo de Segovia