Carta pastoral de Atilano Rodríguez: 'María, testigo del Adviento'
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En el centro del Adviento celebramos la solemnidad de la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen. La contemplación de María como la llena de gracia y como la mujer que opta por Dios durante toda su vida, tiene que ayudarnos en el itinerario de conversión para acoger la salvación que nos trae Jesús con su nacimiento. Ella es modelo para toda la humanidad de la espera y de la acogida del Salvador.
La fiesta de la Inmaculada es, por tanto, un anticipo gozoso de las celebraciones navideñas, en las que nos acercaremos en silencio contemplativo a la adoración del Niño, recién nacido, acompañados por María y José. En medio de las prisas y de los ruidos, todos necesitamos detener el paso, hacer silencio y escuchar la voz del Niño que quiere ofrecernos su salvación y descubrirnos el sentido de la existencia.
Por su apertura incondicional a Dios y por su íntima relación con él, María ha sido contemplada por la Iglesia y por los creyentes, desde los primeros momentos, como modelo de cualidades y como testigo de virtudes excepcionales. Entre estas virtudes, destaca su escucha atenta de la Palabra de Dios, la disponibilidad para cumplir su voluntad y la preocupación por el servicio a los más necesitados.
Los cristianos, contemplando estos comportamientos de la Madre, experimentamos también la necesidad de salir de nosotros mismos para profundizar en nuestra vocación. En un mundo profundamente secularizado, quienes nos confesamos discípulos misioneros somos convocados a vivir y actuar con la convicción de que la fidelidad a Dios y a los hombres exige cambiar, exige conversión para el anuncio de la Buena Noticia.
La celebración del Adviento nos invita a salir de la mediocridad de una fe rutinaria, nos impulsa a ser distintos a los demás, a ponernos en camino y a descubrir lo que Dios quiere y espera de nosotros. Si damos este paso en el camino de la conversión, podremos ser protagonistas, como María, del plan de salvación de Dios para la humanidad, asumiendo nuestra condición de testigos y apóstoles de un mundo nuevo que ella puso en marcha con su “sí” incondicional al ángel enviado por Dios.
Invoquemos a la Santísima Virgen. Ella es la que nos muestra a Jesús, nos enseña a seguirle sin condiciones y nos acompaña con su poderosa intercesión. Como nos dice el papa Francisco, María “no acepta que nos quedemos caídos y nos lleva en sus brazos sin juzgarnos. La Madre no necesita muchas palabras, no le hace falta que nos esforcemos demasiado para decirle lo que nos pasa. Basta musitar una y otra vez: Dios te salve, María” (GE 176).
Con mi sincero afecto y bendición, feliz fiesta de la Inmaculada.
+ Atilano Rodríguez,
Obispo de Sigüenza–Guadalajara
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