Carta pastoral de Mons. Francisco Pérez: La arrogancia es síntoma de enfermedad psíquica y espiritual

Agencia SIC

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Se está poniendo de moda la falsa manera de tratar a las personas y a las situaciones humanas con la mala actuación de la arrogancia. Su raíz parte del hecho que no se quiere dar la razón a la verdad puesto que se prefiere vivir aparentemente mejor en la mentira con tal de creer que uno se favorece más y es más creíble. Todo lo contrario. La arrogancia es el sentimiento de superioridad que desarrolla el individuo en relación con los demás a los que considera que él es el único que merece tener privilegios o facultades que los demás carecen. La arrogancia es una falta muy grave que hace de la persona un ídolo e influye en su carácter de forma especial, provocando una exaltación de la altanería, de la presunción, de la prepotencia y de la soberbia. Una persona arrogante tiene una imagen de sí muy inflada como un globo que cuando se desinfla provoca la falta de autoestima y más aún el desprecio de sí mismo hasta el punto de considerarse un desecho de la sociedad.

La psicología afirma que la arrogancia surge como consecuencia de la necesidad de alimentar o proteger un egoísmo frágil. De este modo, funciona como un mecanismo de compensación en el cual la persona arrogante disfraza sus carencias de autoestima de superioridad. La arrogancia no debe confundirse con la idea de la autoestima que en todos es necesaria puesto que es la valoración que tenemos de nosotros mismos. Los estímulos psicológicos están sustentados por el engreimiento, el orgullo, la jactancia y la petulancia que llevan a un precipicio de desesperación. De ahí que se requiere una terapia no sólo psicológica sino también espiritual. La espiritualidad favorece y fomenta la humildad, la modestia y la sencillez. Los grandes problemas de la convivencia, en sus diversos factores y facetas, están sustentados y sostenidos en la virtud de la humildad que ayudará para crecer en el amor y en la vocación a la que cada uno está llamado y entonces, imperando la humildad, la arrogancia poco a poco desaparecerá.

Me resulta ilógico e irracional que en la sociedad, con pretensiones de grandeza, piense que el dinero y el bienestar (a lo que hoy se denomina ?sociedad del bienestar?) es suficiente para conseguir las cosas que deseamos en esta vida, pues lo material por sí mismo no tiene ningún valor frente al amor, la amistad, la fraternidad, la belleza y la felicidad. Bien conviene escuchar al Maestro que nos conoce mejor que nadie: ?En verdad os digo: si no os convertís y os hacéis como los niños, no entraréis en el Reino de los Cielos? (Mt 18, 3). Tanto en el sentido de la madurez humana como espiritual lo que hace a la persona progresar y realizarse como tal es la ?pequeñez?. ?Si me preguntáis qué es lo más esencial en la religión y en la disciplina de Jesucristo, os responderé: lo primero la humildad, los segundo la humildad y lo tercero la humildad? (San Agustín, Epistolae 118,22). Y esto no sólo es un buen consejo sino que es la mejor medicina para la salud humana y espiritual.

Un joven converso comentaba que nunca, antes de su conversión, comprendía o entendía la alegría de los creyentes. Posteriormente ejercitando la experiencia íntima de amor a Jesucristo y por él, amando al prójimo, entendió la sonrisa de aquel cristiano con el que se topó en su vida. ?Mi arrogancia era tan fuerte que sólo quería destruir con mis gestos y con mis palabras a los demás. Un día entendí que esto no me hacía feliz y seguí el camino del amor cristiano. Ahora me siento feliz?. Se hicieron vida las palabras de San Pedro: ?Revestíos de la humildad en el trato mutuo, porque Dios resiste a los soberbios y a los humildes da la gracia. Humillaos, por eso, bajo la mano poderosa de Dios, para que a su tiempo os exalte. Descargad sobre Él todas vuestras preocupaciones, porque Él cuida de vosotros? (1P 5, 5-7). Síntoma de enfermedad es la arrogancia, pero medicina que la cura es la humildad.

+ Francisco Pérez González

Arzobispo de Pamplona y Obispo de Tudela

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