Carta pastoral de Mons. Francisco Pérez: "Hago nuevas todas las cosas" (Ap 21,5)

Agencia SIC

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Como pastores de las archidiócesis y diócesis por las que pasa el Camino Ignaciano, queremos hacernos eco de la celebración que está realizando la Compañía de Jesús desde el pasado 20 de mayo, fecha en la que arrancaba el Año Ignaciano y que se prolongará hasta el 31 de julio de 2022. Su fin no es otro que el de conmemorar los 500 años de un momento decisivo de la vida de san Ignacio de Loyola: su conversión acaecida durante su convalecencia y recuperación, tras ser herido en una pierna en la defensa del castillo de Pamplona, así como su peregrinación y estancia en Manresa.

Aquella experiencia, que supuso un antes y un después en su vida, resultará un acontecimiento que traspasa los siglos y nos llega con fuerza inspiradora. Recordar la conversión de san Ignacio puede ser una oportunidad para acercarnos a Dios que escribe recto, por más que los renglones se rebelen y a veces se nos tuerzan. Él sabe hacer nuevo todo, incluso nuestras vidas.

Queremos animaros, queridas comunidades, a participar de la mejor manera posible en este Año Ignaciano y a gozar de sus frutos. El santo consideraba que su experiencia de fe no le pertenecía en exclusiva. Y por ello escribe en su Autobiografía que “algunas cosas que observaba en su alma y las encontraba útiles, […] podrían ser útiles también para otros” (Au 99) en su camino espiritual y existencial.

Podríamos ser tentados de pensar que una historia así nos es ajena, que nos queda ya tan lejos que difícilmente puede interesarnos, atraernos, interpelarnos a nosotros, los creyentes de hoy, testigos de un cambio de época que conlleva profundas transformaciones sociales, ideológicas y espirituales. No es así. La experiencia de Ignacio no caduca, permanece y pertenece a todos, ya que toca lo más hondo y profundo de la persona: “Oh llama de amor viva, que tiernamente hieres de mi alma en el más profundo centro…” dirá su contemporáneo san Juan de la Cruz. Es la experiencia del encuentro personal con Jesucristo, que nos llena de vida, de su vida, y hace que contemplemos con sus mismos ojos de amor nuestra existencia y que nos sintamos originalmente hermanos; hijos del mismo Padre.

La herida de su pierna le abrió los ojos a Ignacio para poder percibir otra herida aún más profunda; la herida que el pecado ha generado en el corazón humano y que solo puede ser cauterizada por el fuego del Espíritu Santo.

Por este motivo, queridos hermanos y hermanas, os proponemos algunas consideraciones que nos ayuden a conocer mejor esa experiencia que vivió san Ignacio y que hoy tenemos la oportunidad de hacer nuestra.

La posibilidad del cambio

La conversión de san Ignacio de Loyola, tal como él mismo expresa en su Autobiografía (Au 12), fue muy particular. Antes de su conversión, Íñigo de Loyola era un caballero cortesano de inicios del siglo XVI, marcado por la ambición aristocrática y militar de su época. Él, como sucede a muchos hombres y mujeres de nuestro tiempo, deseaba ser alguien famoso y reconocido. Esa ambición explica que arriesgara su vida hasta ser gravemente herido, el 20 de mayo de 1521, durante el asedio de Pamplona por las tropas francesas.

Pasó la convalecencia en su casa familiar de Loyola (Azpeitia). Su lenta recuperación será ocasión de una experiencia personal, fuertemente religiosa, que marcará el resto de su vida. Íñigo, a sus casi 30 años, se siente movido a rechazar la cultura egocéntrica y meritocrática, que no piensa sino en acumular méritos para subir en la escala social, y de la que se había ido embebiendo hasta entonces. Comienza a entrever que Dios le pide andar una senda nueva, alejada de la vanidad y de la gloria efímera, una senda vinculada a quien es Camino, Verdad y Vida: Jesús de Nazaret. Será una búsqueda larga, azarosa y compleja, cuyo primer tramo concluirá con una intensa estancia en Manresa hasta 1523. Ante la Virgen de Aránzazu había realizado su voto de castidad, y de la reja del altar de la Virgen de Montserrat hace colgar su espada y su puñal, las credenciales caducas de una etapa superada. Desde ese instante es solo un creyente que peregrina hacia Dios, un Dios que ya le habita interiormente. A partir de entonces se diría que Íñigo comienza a ser san Ignacio.

El santo iniciará su camino de conversión, en parte gracias a la lectura. Particularmente a través de un libro, la Vida de Cristo, de Ludolfo de Sajonia, que por casualidad llega a sus manos durante su convalecencia en Loyola. En el momento más humanamente difícil de su vida es cuando, por primera vez con plena consciencia, san Ignacio descubre a Cristo. Un Cristo que le ayudará a discernir el valor y el sentido de su vida y a cambiar la espada por la Palabra, el ardor en la lucha por el amor entrañable y fraterno, la armadura por la fuerza de la fe, el brillo fugaz de la fama por la llama de amor viva. Ese descubrimiento se da al mismo tiempo que otro: el de la herida del pecado en su historia personal y la gracia inmerecida del perdón. La gracia de Cristo le inspirará y dará fuerza para aplicarse a fondo a responderse a la triple pregunta: “lo que he hecho por Cristo, lo que hago por Cristo, lo que debo hacer por Cristo” (Ej 53). Ignacio entenderá que el pasado, el presente y el futuro de nuestra vida solo en Cristo hallarán su plenitud.

Loyola y Manresa marcaron la vida de Ignacio y también la de muchos otros hombres y mujeres. San Ignacio aprendió a creer y a discernir a través de esa experiencia de conversión. Loyola y Manresa permanecen todavía como faros que nunca perdieron la luz. Representaron el “principio y fundamento” (Ej 23) de toda ruta posterior.

En cierto modo, el camino de la fe es nacer y renacer continuamente a Dios en sucesivas conversiones. Así lo solemos experimentar. No es uno, sino que son muchos los momentos en los que, por obra de la continua novedad que nos regala Dios, volvemos a descubrir el sentido de nuestra identidad y misión cristiana. Identidad y misión nunca ajenas, sino atentas siempre al momento histórico concreto que nos es dado vivir. Son esas circunstancias personales y sociales el campo al que debemos dedicarnos, discerniendo a la luz del Evangelio la respuesta adecuada a las personas, hechos, circunstancias, matices y situación.

La conversión de san Ignacio nos recuerda que Dios quiere invitarnos a conversiones diversas, tocadas de sorpresa e imprevisión. Lo ha hecho hasta ahora y lo seguirá haciendo. Dios sale como el sol cada mañana a mostrarnos la vida que se estrena como estrena su amor. ¿Cómo negarnos a un amor así?

La posibilidad de nuestro cambio

Ese cambio no es cualquier transformación, por buena y útil que sea. Reconociendo que la humanidad ha ido progresando en muchos ámbitos y lo seguirá haciendo, sin embargo, nuestra cultura nos induce a suponer que solo son posibles los cambios protagonizados y pilotados por la obra humana. Nos vamos poco a poco convenciendo de que depende solo de nosotros aquello que nos conduce a un futuro mejor. La tecnología actual, inimaginable para generaciones pasadas, genera el espejismo de que ningún proyecto es ya inalcanzable. Participamos de la opinión extendida de que cambiaremos el mundo no solo parcial, sino totalmente, en la medida en que nos proveamos de los medios adecuados. Se nos olvida la primera parte del “a Dios rogando y con el mazo dando” de nuestro viejo refrán popular.

En el fondo pensamos que, al optimizar lo exterior, se podrá impulsar una mejora sustancial de las cosas. Nos cuesta reconocer que el cambio del mundo nos implica también a nosotros mismos, que, si hemos de mejorarlo, hemos de mejorarnos nosotros con él. Ya el papa Francisco nos alerta de la tentación del paradigma tecnocrático cuando afirma: “el mayor peligro no reside en las cosas, en las realidades materiales, en las organizaciones, sino en el modo como las personas las utilizan” (FT 166). Ignacio de Loyola nos enseña a usar la inteligencia, la fuerza, la constancia para pasar, como Jesús, por el mundo haciendo el bien.

San Ignacio, como tantas otras figuras de la Iglesia, experimentó que su conversión le llevaba hacia una transformación personal abierta a un horizonte imprevisible. Suyas son aquellas palabras que expresan bien este sentimiento: “¿Qué nueva vida es esta, que ahora comenzamos?” (Au 21). Al recordar su paso por Manresa, el santo confiesa que, por entonces, “le trataba Dios de la misma manera que trata un maestro de escuela a un niño, enseñándole” (Au 27). Percibía que era Dios, y no él, quien verdaderamente pautaba los pasos hacia delante; y que era él, Íñigo de Loyola, y no solo su entorno, quien debía darlos. Y es que el cambio social hacia una sociedad más humana, fraterna y solidaria solo es posible con la conversión del corazón; conversión que, si le dejamos, puede obrar Dios en cada uno de nosotros. Solo dejándole obrar a Él en nosotros, será efectivo el compromiso con los pobres, los enfermos, los alejados, los marginados y los más desfavorecidos.

Ese proceso de conversión interior no es cómodo; exige sacrificio, implica que no estemos centrados exclusivamente en nosotros mismos. Pero nos resistimos a abandonar el área de nuestro interés y confort para aproximarnos gratuitamente al otro. La vida cotidiana confirma que muchos conflictos se dirimen en la medida en que dejamos de pretender ser el centro de todo y nos volvemos a los demás y al Señor. El sentido de la existencia humana se clarifica cuando nos incorporamos a un éxodo, por el que abandonamos la órbita de nuestro egoísmo y avanzamos al encuentro personal con el Dios de la gratuidad. Es conocido el principio con el que san Ignacio pretendía resumir la calidad de cualquier proceso espiritual: “Piense cada uno que tanto se aprovechará en todas cosas espirituales, cuanto saliere de su propio amor, querer e interés” (Ej 189).

La experiencia ignaciana pone el acento en lo que es característico de toda conversión cristiana: una transformación que se despliega desde dentro, desde lo más íntimo, que nos afecta integralmente, que nos implica a fondo y para siempre. Solo desde esa transformación interior en Cristo podemos ser sal de la tierra y luz del mundo, un mundo que padece hambre y sed de justicia, de fraternidad, de trascendencia, de esperanza. En nuestra época el “síndrome del inmanentismo” parece sofocar el sentido de la trascendencia y, al estilo y vida de San Ignacio, hemos de proponer y animar a que Dios sea reconocido y glorificado. El auténtico humanismo se sustenta en Dios, hasta el punto de que sin Él se autodestruye.

Tanto el amor del Padre como la complejidad de nuestro tiempo exigen que seamos coprotagonistas de la transformación profunda que nuestro mundo precisa, para poder llegar a un término venturoso para todos.

La posibilidad de nuestro cambio en Cristo

La transformación que san Ignacio vive a causa de su conversión es, en realidad, una conformación progresiva con y en Cristo. Cuando el santo enumera los dones que le dejaron sus meses en Loyola y Manresa, destaca: “Veía con los ojos interiores la humanidad de Cristo” (Au 29).

Jesús no es una consigna, ni una ideología, ni un programa abstracto. Jesús es una Persona que nos propone una relación que puede transformar radicalmente nuestra existencia y nuestra condición. San Ignacio participa de esa transformación interior que nace de la relación con Cristo y que poco a poco le va asemejando al Señor. Por eso, pedirá a quien se anime a realizar los Ejercicios espirituales que esté dispuesto a reconfigurar sus sentimientos fundamentales, de manera que su alegría acabe siendo “gozo con Cristo gozoso” y su tristeza, “pena, lágrimas y tormento con Cristo atormentado” (Ej 48). No podemos olvidar que Jesús asume el sufrimiento de los seres humanos como suyo, hasta dar su vida para que nosotros la tengamos abundante.

Un san Ignacio avezado ya en la experiencia espiritual, y no tan novicio como en sus primeros pasos de conversión, afirmará que Cristo es quien invita a superar el secuestro que comete en la historia el “mortal enemigo de nuestra humana natura” (Ej 136), para introducirnos en “la vida verdadera” (Ej 139). Nuestro Dios se manifiesta desde donde no lo esperamos: un “lugar humilde, hermoso y gracioso” (Ej 144). Ese es el punto de encuentro para quienes convoca y considera como “amigos” (Ej 146).

Cristo es la luz y es la mirada limpia, es quien ve y quien nos ayuda a ver las cosas, las personas en su realidad más pura y más auténtica. Él mira con amor y solo el amor ve y ayuda a ver con transparencia. Y nos envía a ser, como Él, luz en el mundo, un mundo que es la casa de todos, nuestra casa. Como nos recordaba Laudato si’, “el ser humano, dotado de inteligencia y de amor, y atraído por la plenitud de Cristo, está llamado a reconducir todas las criaturas a su Creador” (LS 83). Eso es lo que hizo Ignacio con su vida.

La Compañía de Jesús ha elegido como lema para este Año Ignaciano el de “ver nuevas todas las cosas en Cristo”. Es lo que formulaba san Ignacio al evocar su propia transformación: que “le parecían todas las cosas nuevas” (Au 30). Y lo eran. La mirada de Cristo recrea y renueva todas las cosas. Su amor nos hace ver amor y dar amor en todo y a todo lo que existe. Ese Cristo es el que peregrina con él a lo largo de su vida y al que constantemente solicitará “conocimiento interno” (Ej 104) de su misterio personal de vida, muerte y resurrección.

Conclusión

Dios nos mira con amor de Padre, no deja de mirarnos, recorre con nosotros cada palmo de nuestra vida; no damos un paso sin que Él lo ande con nosotros. Y no se cansa de esperar, no se impacienta. Desea siempre nuestro crecimiento. Él siempre cuenta con que el cambio a mejor es posible en nosotros en todos los momentos de la vida.

Como san Ignacio, dejemos a Cristo entrar en nuestras vidas, para que crezca en ellas y nos transforme. Y nos ayude a transformar el mundo en esa casa común que el Padre quiere; ese cálido hogar que acoge a todos y que para todos tiene pan, mesa y una palabra clara de esperanza. Esa es la invitación con la que Jesucristo inicia su predicación: “Se ha cumplido el tiempo y está cerca el reino de Dios. Convertíos y creed en el Evangelio” (Mc 1,15). Pero, tras la conversión, viene el envío. Al despedirse nos enviará al camino, a compartir con todos la Buena Nueva: “Id y predicad el evangelio a toda criatura” (Mc 16,15).

En este Año Ignaciano recuperemos nuestra condición de peregrinos. Para subrayar vivencialmente esta dimensión del San Ignacio peregrino, hemos dispuesto que se celebre en 2022 un AÑO DE CONMEMORACIÓN JUBILAR a lo largo del Camino Ignaciano, entendido como experiencia continuada de los Ejercicios Espirituales, que transcurrirá del 1 de enero al 31 de diciembre del año 2022.

Creer es peregrinar, partiendo de cuanto sucede a nuestro alrededor, de cuanto está reclamando cambio; pasando también y principalmente por las transformaciones interiores de nuestra persona, para poder ser cada día un poco más ese fiel reflejo de Cristo que llena de esperanza el mundo que habitamos y lo abre a la esperanza de la Vida eterna. Creer es compartir lo que creemos, vivimos, celebramos: el amor de un Dios Padre que nos ha hecho sus hijos en Jesús, nuestro hermano. Y esto exige vivir y crecer amorosamente cada día, en esta gran familia universal.

Quizás por esa razón san Ignacio tuviera una especial devoción a la Virgen de la Estrada, la del Buen Camino. Nuestra Señora estuvo presente en los albores de su conversión en Loyola y Montserrat susurrándole al oído lo que canta el salmista: “Encomienda al Señor tu camino, confía en Él, que Él actuará” (Sal 36,5).

A su intercesión confiamos también nuestros pasos tras su Hijo en este Año Ignaciano.

Excmo. y Rvdmo. Sr. D. Francisco Pérez González, Arzobispo de Pamplona y Obispo de Tudela

Excmo. y Rvdmo. Sr. D. Agustín Cortés Soriano, Obispo de Sant Feliú de Llobregat?

Excmo. y Rvdmo. Sr. D. Salvador Giménez Valls, Obispo de Lleida

Excmo. y Rvdmo. Sr. D. Xavier Novell Gomà, Obispo de Solsona

Excmo. y Rvdmo. Sr. D. Ángel Pérez Pueyo, Obispo de Barbastro–Monzón

Excmo. y Rvdmo. Sr. D. Sergi Gordo Rodríguez, Obispo auxiliar de Barcelona

Excmo. y Rvdmo. Sr. D. Javier Vilanova Pellisa, Obispo auxiliar de Barcelona

Excmo. Y Rvdmo. Sr. D. Juan Antonio Aznarez Cobo, Obispo auxiliar de Pamplona y Tudela

Emmo. y Rvdmo. Sr. D. Juan José Omella, Arzobispo de Barcelona

Excmo. y Rvdmo. Sr. D. Carlos Manuel Escribano Subías, Arzobispo de Zaragoza

Excmo. y Rvdmo. Sr. D. Romà Casanova Casanova, Obispo de Vic

Excmo. y Rvdmo. Sr. D. José Ignacio Munilla Aguirre, Obispo de San Sebastián

Excmo. y Rvdmo. Sr. D. Eusebio Hernández Sola, Obispo de la Diócesis de Tarazona

Excmo. y Rvdmo. Sr. D. Juan Carlos Elizalde Espinal, Obispo de Vitoria–Gasteiz

Excmo. y Rvdmo. Sr. D. Antoni Vadell i Ferrer, Obispo auxiliar de Barcelona

D. Vicente Robredo García, Administrador de la Diócesis de Calahorra y la Calzada–Logroño

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