Homilía del Papa Francisco en la misa de la Jornada Mundial de los Pobres

Homilía del Papa Francisco en la misa de la Jornada Mundial de los Pobres

Redacción digital

Madrid - Publicado el - Actualizado

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Homilía del Papa Francisco en la misa de la Jornada Mundial de los Pobres, domingo 18 noviembre 2018

Veamos tres acciones que Jesu?s realiza en el Evangelio.

La primera. En pleno di?a, deja: deja a la multitud en el momento del e?xito, cuando lo aclamaban por haber multiplicado los panes. Mientras los disci?pulos queri?an disfrutar de la gloria, los obliga ra?pidamente a irse y despide a la multitud (cf. Mt 14,22-23). Buscado por la gente, se va solo; cuando todo iba "cuesta abajo", sube a la montan?a para rezar. Luego, en mitad de la noche, desciende de la montan?a y se acerca a los suyos caminando sobre las aguas sacudidas por el viento. En todo, Jesu?s va contracorriente: primero deja el e?xito, luego la tranquilidad. Nos ensen?a el valor de dejar: dejar el e?xito que hincha el corazo?n y la tranquilidad que adormece el alma.

¿Para ir a do?nde? Hacia Dios, rezando, y hacia los necesitados, amando. Son los aute?nticos tesoros de la vida: Dios y el pro?jimo. Subir hacia Dios y bajar hacia los hermanos, aqui? esta? la ruta que Jesu?s nos sen?ala. E?l nos aparta del recrearnos sin complicaciones en las co?modas llanuras de la vida, del ir tirando ociosamente en medio de las pequen?as satisfacciones cotidianas. Los disci?pulos de Jesu?s no esta?n hechos para la predecible tranquilidad de una vida normal. Al igual que su Sen?or, viven en camino, ligeros, prontos para dejar la gloria del momento, vigilantes para no apegarse a los bienes que pasan.

El cristiano sabe que su patria esta? en otra parte, sabe que ya ahora es -como nos recuerda el apo?stol Pablo en la segunda lectura- "conciudadano de los santos, y miembro de la familia de Dios" (cf. Ef 2,19). Es un a?gil viajero de la existencia. No vivimos para acumular, nuestra gloria esta? en dejar lo que pasa para retener lo que queda. Pidamos a Dios que nos parezcamos a la Iglesia descrita en la primera lectura: siempre en movimiento, experta en el dejar y fiel en el servicio (cf. Hch 28,11-14). Despie?rtanos, Sen?or, de la calma ociosa, de la tranquila quietud de nuestros puertos seguros. Desa?tanos de los amarres de la autorreferencialidad que lastran la vida, libe?ranos de la bu?squeda de nuestros e?xitos. Ense?n?anos a saber dejar, para orientar nuestra vida en la misma direccio?n de la tuya: hacia Dios y hacia el pro?jimo.

La segunda accio?n: en plena noche Jesu?s alienta. Se dirige hacia los suyos, inmersos en la oscuridad, caminando "sobre el mar" (v. 25). En realidad se trataba de un lago, pero el mar, con la profundidad de su oscuridad subterra?nea, evocaba en aquel tiempo a las fuerzas del mal. Jesu?s, en otras palabras, va hacia los suyos pisoteando a los malignos enemigos del hombre. Aqui? esta? el significado de este signo: no es una manifestacio?n en la que se celebra el poder, sino la revelacio?n para nosotros de la certeza tranquilizadora de que Jesu?s, solo Jesu?s, vence a nuestros grandes enemigos: el diablo, el pecado, la muerte, el miedo. Tambie?n hoy nos dice a nosotros: "A?nimo, soy yo, no tenga?is miedo" (v. 27).

La barca de nuestra vida a menudo se ve zarandeada por las olas y sacudida por el viento, y cuando las aguas esta?n en calma, pronto vuelven a agitarse. Entonces la emprendemos con las tormentas del momento, que parecen ser nuestros u?nicos problemas. Pero el problema no es la tormenta del momento, sino co?mo navegar en la vida. El secreto de navegar bien esta? en invitar a Jesu?s a bordo. Hay que darle a e?l el timo?n de la vida para que sea e?l quien lleve la ruta. Solo e?l da vida en la muerte y esperanza en el dolor; solo e?l sana el corazo?n con el perdo?n y libra del miedo con la confianza.

Invitemos hoy a Jesu?s a la barca de la vida. Igual que los disci?pulos, experimentaremos que con e?l a bordo los vientos se calman (cf. v. 32) y nunca naufragaremos. Y solo con Jesu?s seremos capaces tambie?n nosotros de alentar. Hay una gran necesidad de personas que sepan consolar, pero no con palabras vaci?as, sino con palabras de vida. En el nombre de Jesu?s, se da un aute?ntico consuelo. Solo la presencia de Jesu?s devuelve las fuerzas, no las palabras de a?nimo formales y obligadas. Alie?ntanos, Sen?or: confortados por ti, confortaremos verdaderamente a los dema?s.

Tercera accio?n: Jesu?s, en medio de la tormenta, extiende su mano (cf. v. 31). Agarra a Pedro que, temeroso, dudaba y, hundie?ndose, gritaba: "Sen?or, sa?lvame" (v. 30). Podemos ponernos en la piel de Pedro: somos gente de poca fe y estamos aqui? mendigando la salvacio?n. Somos pobres de vida aute?ntica y necesitamos la mano extendida del Sen?or, que nos saque del mal. Este es el comienzo de la fe: vaciarnos de la orgullosa conviccio?n de creernos buenos, capaces, auto?nomos y reconocer que necesitamos la salvacio?n. La fe crece en este clima, un clima al que nos adaptamos estando con quienes no se suben al pedestal, sino que tienen necesidad y piden ayuda.

Por esta razo?n, vivir la fe en contacto con los necesitados es importante para todos nosotros. No es una opcio?n sociolo?gica, es una exigencia teolo?gica. Ni es una moda de este pontificado. Es reconocerse como mendigos de la salvacio?n, hermanos y hermanas de todos, pero especialmente de los pobres, predilectos del Sen?or. Asi?, tocamos el espi?ritu del Evangelio: "El espi?ritu de pobreza y de caridad -dice el Concilio- son gloria y testimonio de la Iglesia de Cristo" (Const. Gaudium et spes, 88).

Jesu?s escucho? el grito de Pedro. Pidamos la gracia de escuchar el grito de los que viven en aguas turbulentas. El grito de los pobres: es el grito ahogado de los nin?os que no pueden venir a la luz, de los pequen?os que sufren hambre, de chicos acostumbrados al estruendo de las bombas en lugar del alegre alboroto de los juegos. Es el grito de los ancianos descartados y abandonados. Es el grito de quienes se enfrentan a las tormentas de la vida sin una presencia amiga.

Es el grito de quienes deben huir, dejando la casa y la tierra sin la certeza de un lugar de llegada. Es el grito de poblaciones enteras, privadas tambie?n de los enormes recursos naturales de que disponen. Es el grito de tantos La?zaros que lloran, mientras que unos pocos epulones banquetean con lo que en justicia corresponde a todos. La injusticia es la rai?z perversa de la pobreza. El grito de los pobres es cada di?a ma?s fuerte pero tambie?n menos escuchado, sofocado por el estruendo de unos pocos ricos, que son cada vez menos pero ma?s ricos.

Ante la dignidad humana pisoteada, a menudo uno permanece con los brazos cruzados o con los brazos cai?dos, impotentes ante la fuerza oscura del mal. Pero el cristiano no puede estar con los brazos cruzados, indiferente, o con los brazos cai?dos, fatalista; no. El creyente extiende su mano, como lo hace Jesu?s con e?l. El grito de los pobres es escuchado por Dios, ¿pero, y nosotros? ¿Tenemos ojos para ver, oi?dos para escuchar, manos extendidas para ayudar? "Es el propio Cristo quien en los pobres levanta su voz para despertar la caridad de sus disci?pulos" (ibi?d.). Nos pide que lo reconozcamos en el que tiene hambre y sed, en el extranjero y despojado de su dignidad, en el enfermo y el encarcelado (cf. Mt 25,35-36).

El Sen?or extiende su mano: es un gesto gratuito, no obligado. Asi? es como se hace. No estamos llamados a hacer el bien solo a los que nos aman. Corresponder es normal, pero Jesu?s pide ir ma?s lejos (cf. Mt 5,46): dar a los que no tienen co?mo devolver, es decir, amar gratuitamente (cf. Lc 6,32- 36). Miremos lo que sucede en cada una de nuestras jornadas: entre tantas cosas, ¿hacemos algo gratuito, alguna cosa para los que no tienen co?mo corresponder? Esa sera? nuestra mano extendida, nuestra verdadera riqueza en el cielo.

Extiende tu mano hacia nosotros, Sen?or, y aga?rranos. Ayu?danos a amar como tu? amas. Ense?n?anos a dejar lo que pasa, a alentar al que tenemos a nuestro lado, a dar gratuitamente a quien esta? necesitado. Ame?n.

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