Íntegra la catequesis del Papa Francisco sobre los ancianos
Madrid - Publicado el - Actualizado
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Los ancianos: una riqueza que no puede ignorarse
Íntegra la audiencia general del Papa Francisco del miércoles 4 de marzo de 2015
Queridos hermanos y hermanas: ¡Buenos días!
La catequesis de hoy y la del próximo miércoles estarán dedicadas a los ancianos, que, en el ámbito de la familia, son los abuelos y los tíos. Hoy reflexionaremos sobre la problemática condición actual de los ancianos, y la próxima vez ?es decir el miércoles que viene?, más en positivo, sobre la vocación que contiene esta edad de la vida.
Gracias a los avances de la medicina, la vida se ha alargado: ¡pero la sociedad no se ha "ensanchado" a la vida! El número de ancianos se ha multiplicado, pero nuestras sociedades no se han organizado lo suficiente como para dejarles sitio, respetando justamente y considerando concretamente su fragilidad y su dignidad. Mientras somos jóvenes, nos sentimos impulsados a ignorar la vejez, como si fuera una enfermedad que hay que tener a distancia; cuando luego envejecemos, especialmente si somos pobres, si estamos enfermos y solos, experimentamos las carencias de una sociedad programada para ser eficaz y que ignora, por consiguiente, a los ancianos. Y los ancianos son una riqueza que no puede ignorarse.
Benedicto XVI, al visitar una residencia de ancianos, tuvo palabras claras y proféticas; dijo así: "La calidad de una sociedad ?y me atrevería a decir que la de una civilización? se juzga también por cómo trata a los ancianos y por el lugar que les reserva en la vida común" (12-11-2012: ecclesia 3.651 [2012/II], pág. 1779). Es verdad: la atención reservada a los ancianos marca la diferencia de una civilización. En una civilización, ¿se presta atención al anciano? ¿Hay sitio para el anciano? Esa civilización seguirá adelante si sabe respetar la sensatez, la sabiduría de los ancianos. En una civilización en la que no haya sitio para los ancianos o en la que estos queden descartados por crear problemas, esa sociedad lleva en sí el virus de la muerte.
En Occidente, los estudiosos presentan el siglo actual como el siglo del envejecimiento: los hijos disminuyen, los ancianos aumentan. Este desequilibrio nos interpela; más aún, es un gran desafío para la sociedad contemporánea. Pero una cultura del beneficio insiste en presentar a los ancianos como una carga, como un "lastre". No solo no producen ?piensa esa cultura?, sino que constituyen una carga. En resumidas cuentas, ¿cuál es el resultado de este pensamiento? Que hay que descartarlos. ¡Es feo ver a los ancianos descartados, es algo feo, es pecado! ¡No se atreven a decirlo abiertamente, pero lo hacen! Hay algo vil en esta adicción a la cultura del descarte. Pero estamos acostumbrados a descartar gente. Queremos eliminar nuestro miedo ?cada vez mayor? a la debilidad y a la vulnerabilidad; pero, al hacerlo, aumentamos en los ancianos la angustia de ser mal soportados y abandonados.
Ya en mi ministerio en Buenos Aires pude palpar esta situación con sus problemas: "Los ancianos son abandonados, y no solo en la precariedad material. Son abandonados en la egoísta incapacidad de aceptar sus limitaciones que reflejan las nuestras, en los numerosos escollos que hoy deben superar para sobrevivir en una civilización que no los deja participar, opinar ni ser referentes según el modelo consumista de "solo la juventud es aprovechable y puede gozar". Esos ancianos que deberían ser, para la sociedad toda, la reserva sapiencial de nuestro pueblo ?¡Los ancianos son la reserva sapiencial de nuestro pueblo!?. ¡Con qué facilidad, cuando no hay amor, se adormece la conciencia!" (Solo l?amore ci può salvare, Ciudad del Vaticano, 2013, pág. 83). Y así sucede. Recuerdo, cuando visitaba residencias de ancianos, que hablaba con cada uno de ellos, y muchas veces oí esto: ?"¿Cómo está usted? ¿Y sus hijos?". ?"¡Bien, bien!". ?"¿Cuántos tiene?". ?"Muchos". ?"¿Y vienen a verlo?". ?"¡Sí, sí! Siempre vienen, sí". ?"¿Cuándo vinieron la última vez?". Recuerdo a una anciana que me contestó: "Bueno, en Navidad". ¡Y estábamos en agosto! ¡Ocho meses sin que la vieran los hijos, ocho meses abandonada! Esto se llama pecado mortal, ¿entendido? En una ocasión, cuando era niño, la abuela nos contó la historia de un abuelo anciano que, al comer, se ensuciaba porque no podía llevar bien la cuchara de sopa a la boca. Y su hijo ?es decir el padre de familia? había decidido sacarlo de la mesa común, y le hizo una mesita para que comiera solo en la cocina, donde no se lo veía. Y así él no quedaría mal cuando vinieran sus amigos a almorzar o a cenar. Pocos días después, llegó a casa y se encontró a su hijo más pequeño que jugaba con unos maderos, un martillo y unos clavos ?hacía algo con ello?, y le preguntó: ?"Pero ¿qué haces?". ?"Hago una mesa, papá". ?"¿Una mesa? ¿Y para qué?". ?"¡Para que cuando seas viejo puedas comer en ella!". ¡Los niños tienen más conciencia que nosotros!
En la tradición de la Iglesia hay un acervo de sabiduría que siempre ha apoyado una cultura de cercanía a los ancianos, una disposición al acompañamiento afectuoso y solidario durante esta parte final de la vida. Dicha tradición está enraizada en la Sagrada Escritura, como lo atestiguan, por ejemplo, estas expresiones del Libro del Eclesiástico: "No desprecies los discursos de los ancianos, que también ellos aprendieron de sus padres; porque de ellos aprenderás inteligencia y a responder cuando sea necesario" (Eclo 8, 9).
La Iglesia no puede ni quiere conformarse a una mentalidad de impaciencia ?ni mucho menos de indiferencia o de desprecio? para con la vejez. Debemos reavivar un sentido colectivo de gratitud, de aprecio, de hospitalidad, que permitan al anciano sentirse parte viva de su comunidad.
Los ancianos son hombres y mujeres, padres y madres que estuvieron antes que nosotros en nuestro mismo camino, en nuestra misma casa, en nuestra lucha diaria por una vida digna. Son hombres y mujeres de los que hemos recibido mucho. El anciano no es un extraño. El anciano somos nosotros: dentro de poco o dentro de mucho, pero inevitablemente, aunque no pensemos en ello. Y si no aprendemos a tratar bien a los ancianos, así seremos tratados nosotros.
Todos los ancianos somos algo frágiles, pero algunos son particularmente débiles; muchos están solos, y marcados por la enfermedad. Algunos dependen de unos cuidados indispensables y de la atención de los demás. ¿Daremos, pues, un paso hacia atrás? ¿Los abandonaremos a su destino? Una sociedad sin proximidad, en la que la gratuidad y el afecto sin contrapartida, incluso entre extraños, van desapareciendo, es una sociedad perversa. La Iglesia, fiel a la Palabra de Dios, no puede tolerar estas degeneraciones. Una comunidad cristiana en la que la proximidad y la gratuidad no se considerasen ya indispensables, perdería, con ellas, su alma. Donde no hay honor para los ancianos, no hay futuro para los jóvenes.
Saludo en español al final de la Audiencia
Saludo a los peregrinos de lengua española venidos de España, México, Venezuela, Argentina y otros países latinoamericanos. Queridos hermanos: Recordemos hoy a los ancianos, especialmente a los que están más necesitados, que viven solos, que están enfermos, dependientes de los demás. Que puedan sentir la ternura del Padre a través de la amabilidad y delicadeza de todos. Muchas gracias. n
(Original italiano procedente del archivo informático de la Santa Sede; traducción de ECCLESIA)