Plasencia: Inicio Misión Diocesana, homilía del obispo, Amadeo Rodríguez Magro

Madrid - Publicado el 27 oct 2014, 11:19 - Actualizado 12 feb 2022, 00:31

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Plasencia: Inicio Misión Diocesana, homilía del obispo, Amadeo Rodríguez Magro: "Una misión con acento mariano es una misión con alegría", Trujillo, sábado 25 de octubre de 2014

Queridos misioneros:

"Con Jesucristo nace y renace la alegría". Esta es una expresión ya emblemática del Papa Francisco, que está marcando el rumbo espiritual y pastoral de la Iglesia. Pues bien, con este título y situándome en su mismo clima misionero, os acabo de escribir una Carta Pastoral en este Año de la Misión. Si os sirve de estímulo para leerla, os diré que la he escrito con mucho amor a Jesucristo y con verdadera pasión por vosotros y por todos los que el Señor me ha encomendado, para que los guíe por el sendero de la fe y de la vida. En esta Carta que hoy se os va a entregar solemnemente, he diseñado un itinerario misionero inspirado en el de Emaús, he apuntado unos criterios para la misión y he puesto de relieve varios acentos que deberíamos de tener en cuenta en todo nuestro quehacer en la Misión. El último de estos acentos, que es transversal a todo lo que estamos haciendo desde el primer día, es el acento mariano. Por eso estamos hoy aquí, del mismo modo que estuvimos en "El Castañar", cuando apuntamos por primera vez hacia este proyecto, que entonces era sólo una deseo de futuro y ahora es ya una realidad: "Cada parroquia una misión. Cada cristiano un misionero".
Hoy estamos ante la Virgen de la Victoria, devoción diocesana que tiene mucho que ver con nuestra historia desde sus mismos orígenes. La que "en los muros del viejo castillo resplandece cual iris de paz", ahora, en este tiempo de horizontes misioneros, en un mundo que está pidiendo un nuevo anuncio del amor salvador de Dios, nos anima, como siempre ha hecho, a hacer lo que Jesús nos ha indicado: Id y evangelizad. Como Madre de la alegría, que nos enseña a acoger con gozo la salvación de Dios, nos sitúa ante el envío misionero de su Hijo y nos dice que seamos testigos de la "alegría del Evangelio que llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Cristo" (EG 1). Es así como la Virgen nos inspira nuestro magnificat para estos tiempos de Misión: ¡Qué maravilloso es saber que Jesús tira de nosotros para evangelizar; que felices nos ha de hacer el comprobar que seremos los instrumentos que el Señor ha escogido para hablar con palabras de hombre en nuestro tiempo, en la Misión Diocesana.
En el Evangelio de San Mateo hemos escuchado unas palabras de Jesús directamente dirigidas a nosotros con una oportunidad sorprendente: "Vosotros sois la sal de la tierra. Vosotros sois la luz del mundo". ¿En qué momento de su misión dice Jesús estas palabras? Las pronuncia en el monte de las bienaventuranzas, en ese largo discurso que recoge lo más esencial de su mensaje. Jesús considera que es el momento para hablar del proyecto de Dios, para mostrar los valores, las conductas, los sentimientos y los grandes objetivos del Reino.

Sabemos, por otra parte, que estas palabras fueron escuchadas con especial interés por las multitudes que vinieron hacia él de Galilea, Decápolis, Jerusalén, Judea y Transjordania. "Al terminar su discurso – el sermón del Monte – la gente estaba admirada de su enseñanza, porque les enseñaba con autoridad, y no como sus escribas" (Mt 7, 28-29).

¿Os imagináis lo que estarían pensando cuantos le oyeron decir: "Vosotros sois la sal de la tierra ... Vosotros sois la luz del mundo. Alumbre así vuestra luz a la gente, para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en los cielos?" (Mt 5,13-16). Estoy convencido de que todos, que eran muchos, según dice San Mateo, se preguntarían: ¿Eso, por quién lo dice? ¿Se está dirigiendo a mí? ¿Cómo puedo ser yo, un pobre hombre, una pobre mujer, quizás un pecador o una pecadora, luz del mundo y sal de la tierra? ¿Qué tengo yo? ¿Qué puedo yo dar a los demás? Preguntas como estas debieron desencadenarse en el corazón de esta gente sencilla mientras le escuchaban. ¡Y pensar que ellos realmente no sabían quién era y de parte de quién venía el que les estaba hablando de ese modo! A pesar de todo, como hemos escuchado por su reacción, sí intuían que la fuerza de aquellas palabras que salían de la boca de Jesús de Nazaret evocaba la presencia de Dios y la verdad que el Reino tiene para los humildes y sencillos.
Nosotros somos tan oyentes de la Palabra de Jesús como lo fueron aquellos que lo escucharon en el Monte. Y la Palabra es tan actual ahora mismo como lo fue para la gente que se admiraba de su autoridad. Pero tenemos la ventaja de que nosotros sí conocemos la fuente de su autoridad: en la fe lo confesamos como el Hijo de Dios. Y justamente por eso, nosotros no podemos dejar de preguntarnos: eso que me ha dicho Jesús en el Evangelio, ¿cómo tengo que asumirlo en la experiencia diaria de mi vida cristiana? ¿cómo puedo ser luz del mundo y sal de la tierra? Por nuestra vocación cristiana nosotros sabemos que estas palabras de Jesús están dichas para cada uno de nosotros sin excepción. Están dichas para cada sacerdote, para cada consagrado o consagrada, para cada uno de vosotros fieles laicos, que os habéis incorporado a Cristo, a su misterio pascual, por los sacramentos de iniciación cristiana.
Todos nosotros tenemos la sal y la luz en nuestro corazón, todos hemos sido salados e iluminados para ser testigos del Señor. Por eso, que resuenen hoy con toda su fuerza la Palabra del Señor: Vosotros sois la sal de la tierra, la luz del mundo, alumbrad con vuestra vida este mundo que está en búsqueda de la luz de Cristo. La misión que haremos cada uno de nosotros en cada parroquia es la gran oportunidad de presentarnos humildemente ante los demás como depositarios de esos dones maravillosos, de la luz y de la sal. Esos dones son fruto de la fe. La luz y la sal enriquecen el corazón del creyente, le orientan y transforman la vida y los convierten, como decían los cristianos de sí mismos, en alma del mundo (Carta a Diogneto).
La luz y la sal nos vienen del encuentro con Cristo, y son para iluminar y salar la convivencia con nuestros hermanos. Ese es el itinerario misionero del cristiano: de Cristo a los hermanos. Así nos lo ha mostrado San Pablo, ese testigo fiel de la transformación profunda del que es alcanzado por Cristo. (cf Fl 3,129. San Pablo nos ha dicho cómo ser discípulos misioneros: "Si tus labios profesan que Jesús es el Señor, y tu corazón cree que Dios lo resucitó de entre los muertos, te salvarás. Por la fe del corazón llegamos a la justificación, y por la profesión de los labios, a la salvación" (Rm 10,9). En el paso del corazón a los labios está la fuerza del anuncio misionero: los labios profesan ante Dios y ante los hombres lo que llevamos en el corazón.
Es una maravilla, hecha posible por la gracia de Dios, pero realizada por todos nosotros, que la Iglesia, aun entre infinitas adversidades, errores y contradicciones, no haya dejado de desarrollar su función esencial: la de mantener viva y difundir la memoria de Jesucristo y la fe en él. Esa maravilla la tenemos que hacer nosotros, porque en eso consiste nuestra misión: en hablar de Jesucristo, en hablar de quien llevamos en el corazón. En saber decir, por la ilusión, la fuerza y la convicción con la que lo comunicamos, que no es lo mismo conocer a Jesús que no conocerlo. Entre el conocerle y el no conocerle está en juego el encontrar o no la felicidad, la paz, el sentido de la vida, incluso la verdadera vida. Ese ser o no ser testigos de Jesucristo es lo que hace tan urgente la misión. Porque mientras haya un hombre o una mujer que no le conozca, mientras haya quien le espere, la Iglesia, nosotros, tenemos la obligación de acercarle el anuncio de la fe.
Por si hubiera alguien que dudara aún de la urgencia de evangelizar, le digo que mire hacia el mundo. ¿Es que no hay a nuestro alrededor, en nuestro pequeño mundo más cercano o en el mundo global en que vivimos, seres humanos que necesitan que se les lleve el mensaje de salvación? Os puedo asegurar que si miráis las señales de los tiempos encontraréis con suma facilidad vidas abiertas a la esperanza, vidas que esperan la luz de la fe, vidas que necesitan la sal de la alegría que sólo Cristo les puede ofrecer. "Cada persona lleva en su corazón el deseo de plenitud y por eso lo abre cuando escucha palabras fuertes y verdaderas sobre la vida y, sobre todo, cuando encuentra testigos de la caridad. El Evangelio tiene fuerza para abrir el corazón y las mentes, para interpelar nuestra libertad, para llamar a la responsabilidad y para ponernos en camino" (CEI, Incontriamo Gesù, 8).
También hay vidas rotas, truncadas, asoladas por los problemas, vidas heridas que necesitan sanación. "Veo con claridad que lo que la Iglesia necesita con mayor urgencia hoy es una capacidad de curar heridas y dar calor a los corazones de los fieles, cercanía y proximidad. Veo a la Iglesia como un hospital de campaña tras una batalla" (Entrevista en la Civiltà Cattolica). Todos hemos de hacer el lúcido ejercicio, que es profundamente espiritual, de descubrir las heridas que hay a nuestro alrededor: las espirituales, las materiales, las familiares, las sociales, todas sin excepción. Al estar ante ellos comprobaremos que no podemos mantenernos ajenos a la Misión Diocesana Evangelizadora. Al contrario, tomaremos la decisión de involucrarnos como Jesús se involucró en lavar los pies a sus discípulos.
Os envío, hermanos y hermanas, a hacer en nuestros pueblos y ciudades, en cada una de vuestras parroquias el camino que nos lleva a anunciar el amor de Cristo. Pero salid bien preparados, elegid bien lo que lleváis con vosotros en la misión. Como veréis, no contradigo con esta recomendación lo que Jesús les dijo a los setenta y dos discípulos: no llevéis bolsa ni alforja (Lc. 10, 1-17). Yo os recomiendo que llevéis una mochila misionera con algunas cosas imprescindibles.

Que no os falte el amor a la Iglesia. No se puede evangelizar sin un profundo y sólido sentido de Iglesia: nuestra misión es la suya, somos misioneros en una Iglesia diocesana en conversión misionera. La misión, por eso, la hacemos todos, entre todos y para todos, y la unidad es la garantía de lo que hacemos: Ut unum sint (Jn 17,21) (Que todos sean uno para que el mundo crea).
Comprobad que lleváis una sólida y convencida fidelidad: no se puede traicionar a Dios para servir al hombre. No se puede traicionar al hombre para ser fieles a Dios. Eso sería desconocer que nuestro itinerario misioneros va desde el corazón de Dios al corazón de cada ser humano. Hemos de prepararnos bien para ofrecer lo que espiritual y pastoralmente el Señor hacer o decir a través de nosotros.
Estad seguros de que no os falta la verdadera raíz de la misión: el amor de Dios. Sólo desde el amor de Dios crece en nuestra vida la caridad pastoral, el celo apostólico o el ardor misionero. Sólo el amor de Dios nos va llevando hacia los que son su rostro preferido en el mundo, los pobres y los humildes, en los que, además, no lo olvidéis, él siempre primerea, llega antes que nosotros para llorar, sufrir con el dolor y la marginación humana.
No os olvidéis de comprobar que va con vosotros el arte de acompañar a vuestros hermanos. Como nos pide el Papa Francisco: "La Iglesia tendrá que iniciar a sus hermanos -sacerdotes, religiosos y laicos- en este "arte del acompañamiento", para que todos aprendan siempre a quitarse las sandalias ante la tierra sagrada del otro (cf. Ex 3,5). Eso se logra si caminamos con un ritmo sanador de "projimidad", si estamos cerca de cada uno de nuestros hermanos sin excepción, conscientes de que la gracia de Dios no descarta a nadie (Evangelii Gaudium, 169).
Id a la misión con la fuerza del testigo. Mostrad que no os falta la riqueza del encuentro personal con Jesucristo. Llevad a todos la convicción de que lo que vale es la fe. Pero ¿Cuál fe? Aquella que se ?vuelve laboriosa por medio de la caridad" (Papa Francisco, Homilía en Santa Marta, 14 de octubre de 2014). Sólo esa fe produce atracción y hará que nuestra misión sea "magnética" para los hombres y mujeres con los que compartimos vida, angustia, problemas y muchos gozos, es decir, todo lo que vive este sabio pueblo extremeño, que, a pesar de su histórica pobreza, ha sabido siempre ser creyente, ser misionero y, por eso ser feliz.
No os dejéis en casa el reloj que ajusta vuestra vida al tiempo presente. Atended fraternalmente, con un corazón misionero, al hombre de este tiempo; es con ellos y para ellos que hemos de trabajar en las labores del Reino. Acoged con madurez los signos del tiempo y aceptadlos como oportunidades para la gracia. En nuestro reloj pastoral no puede haber ninguna nostalgia que nos lleve a tiempos, a actitudes, a formas que ya nunca volverán. No tengáis sed de otra cosa que no sea del agua que sacia nuestra vida: "Mi alma tiene sed del Dios vivo" (Sal 41,2).

+ Amadeo Rodríguez Magro, obispo de Plasencia

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