Lo que el Papa Francisco quiere que sean los obispos
Madrid - Publicado el - Actualizado
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Lo que el Papa Francisco quiere que sean los obispos: sembradores humildes de la verdad, portadores de la mirada de Dios
Discurso del Papa Francisco en la reunión de la Congregación para los Obispos (27-2-2014)
1. Lo esencial en la misión de la Congregación de Obispos
Esta Congregación existe para ayudar a escribir este mandato, que seguidamente resonará en tantas Iglesias y llevará alegría y esperanza al Pueblo santo de Dios. Esta Congregación existe para asegurarse de que el nombre de quien es elegido haya sido pronunciado antes por el Señor. Esta es la gran misión encomendada a la Congregación para los Obispos, su cometido más importante: identificar a aquellos a los que el Espíritu Santo mismo confía la dirección de su Iglesia.
De los labios de la Iglesia se recogerá en todo tiempo y lugar la petición: ¡Danos un obispo! El Pueblo santo de Dios sigue hablando: Necesitamos a uno que nos vigile desde lo alto; necesitamos a uno que nos mire con la amplitud del corazón de Dios; no nos sirve un gerente, un administrador delegado de una empresa, y ni siquiera uno que esté al mismo nivel de nuestras mezquindades o pequeñas pretensiones. Necesitamos a uno que sepa elevarse a la altura de la mirada de Dios sobre nosotros para guiarnos hacia él. Solo en la mirada de Dios está nuestro futuro. Necesitamos a alguien que, conociendo la amplitud del campo de Dios más que la del propio y estrecho jardín, nos garantice que aquello a lo que aspiran nuestros corazones no es una promesa vana.
La gente recorre cansinamente la llanura de lo diario, y necesita ser guiada por quien es capaz de ver las cosas desde lo alto. Por eso no debemos perder nunca de vista las necesidades de las Iglesias particulares a las que tenemos que proveer. No existe un pastor estándar para todas las Iglesias. Cristo conoce la singularidad del pastor que cada Iglesia requiere para que responda a sus necesidades y la ayude a realizar sus potencialidades. Nuestro reto estriba en entrar en la perspectiva de Cristo, teniendo en cuenta esta singularidad de las Iglesias particulares.
2. El horizonte de Dios determina la misión de la Congregación
Este gran objetivo, delineado por el Espíritu, es el que determina la forma en que se desarrolla esta tarea generosa y laboriosa, por la que estoy inmensamente agradecido a cada uno de vosotros, empezando por el cardenal prefecto Marc Ouellet e incluyéndoos a todos vosotros, cardenales, arzobispos y obispos miembros. Una palabra especial de gratitud, por la generosidad de su labor, quisiera dirigirla a los oficiales del dicasterio, que silenciosa y pacientemente contribuyen al buen fin del servicio de proveer a la Iglesia de los pastores que necesita.
Al firmar el nombramiento de cada obispo, quisiera poder palpar la autoridad de vuestro discernimiento y la grandeza de horizontes con que madura vuestro consejo. De ahí que el espíritu que preside vuestros cometidos, desde la ardua tarea de los oficiales hasta el discernimiento de los superiores y miembros de la Congregación, no pueda ser otro que el humilde, silencioso y laborioso proceso llevado a cabo bajo la luz que viene de lo alto. Profesionalidad, servicio y santidad de vida: si nos apartamos de este trinomio, decaeremos de esa grandeza a la que estamos llamados.
3. La Iglesia Apostólica como fuente
Por eso os invito a hacer memoria y a "visitar" la Iglesia Apostólica para buscar en ella algunos criterios. Sabemos que el Colegio Episcopal, en el que, por medio del sacramento, quedarán insertados los obispos, sucede al Colegio Apostólico. El mundo necesita saber que existe esta sucesión ininterrumpida. Por lo menos en la Iglesia, semejante vínculo con la arjé divina no se ha roto. Las personas tienen ya la sufrida experiencia de tantas rupturas: necesitan encontrar en la Iglesia esa permanencia indeleble de la gracia inicial.
4. El obispo como testigo del Resucitado
De aquí se deriva el criterio esencial para delinear el rostro de los obispos que queremos tener. ¿Quién es un testigo del Resucitado? Es quien ha seguido a Jesús desde el principio y es constituido, junto con los Apóstoles, testigo de su resurrección. También para nosotros este es el criterio unificador: el obispo es aquel que sabe actualizar todo lo que le acaeció a Jesús y que, sobre todo, sabe, en unión con la Iglesia, convertirse en testigo de su resurrección. El obispo es, ante todo, un mártir del Resucitado. No un testigo aislado, sino en unión con la Iglesia. Su vida y su ministerio deben hacer creíble la Resurrección. Al unirse a Cristo en la cruz de la verdadera entrega de sí, permite que dimane, para la propia Iglesia, la vida que no muere. La valentía de morir, la generosidad de ofrecer la propia vida y de consumirse por el rebaño, están inscritos en el ADN del episcopado. La renuncia y el sacrificio son connaturales con la misión episcopal. Y esto quiero subrayarlo: la renuncia y el sacrificio son connaturales con la misión episcopal. El episcopado no es para sí mismo, sino para la Iglesia, para el rebaño, para los demás: sobre todo para cuantos, según el mundo, hay que desechar.
Por lo tanto, para individuar a un obispo, no sirve la contabilidad de las dotes humanas, intelectuales, culturales, y ni siquiera pastorales. El perfil de un obispo no es la suma algebraica de sus virtudes. Es verdad que necesitamos a alguien que sea insigne (CIC, can. 378 § 1): su integridad humana asegura la capacidad de relaciones sanas, equilibradas, para no proyectar sobre los demás las propias carencias y convertirse en factor de inestabilidad; su solidez cristiana resulta esencial para fomentar la fraternidad y la comunión; su comportamiento recto da fe de la medida alta de los discípulos del Señor; su preparación cultural le permite dialogar con los hombres y con sus culturas; su ortodoxia y fidelidad a la Verdad íntegra custodiada por la Iglesia hace de él una columna y un punto de referencia; su disciplina interior y exterior le permite dominarse a sí mismo y abre espacio para la acogida y la orientación de los demás; su capacidad de gobernar con paternal firmeza garantiza la seguridad de la autoridad que ayuda a crecer; su transparencia y su desprendimiento en la administración de los bienes de la comunidad le dan autoridad y le granjean la estima de todos.
Todas estas dotes imprescindibles deben ser, no obstante, una declinación del testimonio central del Resucitado, y estar subordinadas a tan prioritario empeño. Es el Espíritu del Resucitado el que hace a sus testigos, el que integra y eleva cualidades y valores, edificando al obispo.
5. La soberanía de Dios, autor de la elección
Desde los primeros pasos de nuestra compleja labor (desde las nunciaturas hasta el trabajo de los oficiales, miembros y superiores), estas dos actitudes resultan imprescindibles: la conciencia ante Dios y el compromiso colegial. No el albedrío, sino el discernimiento juntos. Nadie puede abarcarlo todo; cada uno inserta, con humildad y honradez, su propia tesela en un mosaico que pertenece a Dios.
Esta visión fundamental nos impulsa a abandonar el pequeño cabotaje de nuestras barcas para seguir el rumbo de la gran nave de la Iglesia de Dios, su horizonte universal de salvación, su brújula firme en la Palabra y en el ministerio, la certeza del soplo del Espíritu que la impulsa y la seguridad del puerto que la aguarda.
6. Obispos "kerigmáticos"
Quisiera subrayar bien esto: ¡Hombres pacientes! Dicen que el cardenal Siri solía decir: "Cinco son las virtudes del obispo: la primera, la paciencia; la segunda, la paciencia; la tercera, la paciencia; la cuarta, la paciencia, y la última, la paciencia con quienes nos invitan a tener paciencia".
Por lo tanto, hay que trabajar, más bien, en la preparación del terreno, en la amplitud de la siembra. Actuar como sembradores confiados, evitando el miedo de quien cree que la cosecha solo depende de él, o la actitud desesperada de los escolares que, si no han hecho los deberes, gritan que ya no hay nada que hacer.
7. Obispos orantes
Y esto vale también para la paciencia apostólica: la misma hypomoné que ha de ejercer en la predicación de la Palabra (cf. 2 Cor 6, 4) ha de tenerla en su oración. El obispo ha de ser capaz de "entrar en paciencia" ante Dios, mirando y dejándose mirar, buscando y dejándose buscar, encontrando y dejándose encontrar, pacientemente ante el Señor. Muchas veces durmiéndose ante el Señor, ¡pero esto es bueno, viene bien!
Parresía e hipomoné en la oración forjan el corazón del obispo y lo acompañan en la parresía y en la hipomoné que ha de tener en el anuncio de la Palabra en el kerigma. Esto es lo que entiendo cuando leo el versículo 4 del capítulo 6 de los Hechos de los Apóstoles.
8. Obispos pastores
Reitero que la Iglesia necesita pastores auténticos; y quisiera ahondar en este perfil del pastor. Veamos el testamento del apóstol Pablo (cf. Hch 20, 17-38). Se trata del único discurso, de los que el Apóstol pronuncia en el libro de los Hechos, que está dirigido a los cristianos. No habla a sus adversarios fariseos, ni a los sabios griegos, sino a los suyos. Nos habla a nosotros. Encomienda a los pastores de la Iglesia "a la palabra de la gracia, que tiene poder para construiros y haceros partícipes de la herencia". Por lo tanto, no amos de la Palabra, sino entregados a ella, siervos de la Palabra. Solo así es posible construir y obtener la herencia de los santos. A cuantos se atormentan con el interrogante sobre su propia herencia ?"¿cuál es le legado de un obispo? ¿el oro o la plata?"?, Pablo les responde: la santidad. La Iglesia permanece cuando se dilata la santidad de Dios en sus miembros. Cuando de su corazón íntimo, que es la Trinidad Santísima, dicha santidad fluye y llega a todo el cuerpo. Es preciso que la unción que procede de lo alto discurra hasta la orla del manto. Un obispo no debería renunciar jamás al ansia por que el aceite del Espíritu de santidad llegue hasta el borde más extremo de la vestidura de su Iglesia.
El Concilio Vaticano II afirma que a los obispos "se les confía plenamente el oficio pastoral, o sea el cuidado habitual y cotidiano de sus ovejas" (Lumen gentium, n. 27). Hay que detenerse más ante estos dos calificativos del cuidado de las ovejas: habitual y cotidiano. En nuestro tiempo, la asiduidad y la cotidianidad se ven frecuentemente asociadas a la rutina y al aburrimiento. De ahí que en no pocas ocasiones se intente huir hacia un "otro lugar" permanente. Esta es una tentación de los pastores, de todos los pastores. Nuestros padres espirituales deben explicárnoslo bien, para que lo entendamos y no caigamos en ello. Por desgracia, tampoco en la Iglesia estamos exentos de este peligro. De ahí la importancia de reiterar que la misión del obispo exige asiduidad y cotidianidad. Creo que, en este tiempo nuestro de encuentros y de congresos, resulta muy actual el decreto de residencia del Concilio de Trento: es muy actual, y sería bonito que la Congregación de los Obispos escribiera algo al respecto. El rebaño necesita encontrar sitio en el corazón del pastor. Si este no está firmemente anclado en sí mismo, en Cristo y en su Iglesia, se verá continuamente zarandeado por las olas en busca de efímeras compensaciones, y no proporcionará al rebaño amparo alguno.
Conclusión
Al final de estas palabras mías, me pregunto: ¿Dónde podemos encontrar hombres así? No resulta fácil. ¿Los hay? ¿Cómo seleccionarlos? Pienso en el profeta Samuel, que va en busca del sucesor de Saúl (cf. 1 Sam 16, 11-13) y le pregunta al anciano Jesé: "¿No hay más muchachos?", y al oír que el pequeño David está pastoreando el rebaño, le ordena: "Manda a buscarlo". Tampoco nosotros podemos dejar de otear los campos de la Iglesia buscando a quién presentar al Señor para que él te diga: "¡Úngelo, pues es este!". Estoy seguro de que los hay, porque el Señor no abandona a su Iglesia. Tal vez somos nosotros los que no recorremos lo suficiente los campos en busca de ellos. Acaso nos sirva la advertencia de Samuel: "No nos sentaremos a la mesa, mientras no venga". De esta santa inquietud quisiera que viviese esta Congregación.
(Original italiano procedente del archivo informático de la Santa Sede; traducción de Ecclesia)