Inteligencia artificial, ¿servicio o servidumbre?

El nuevo número de la Revista ECCLESIA incluye un extenso reportaje de Sandra Várez sobre la influencia de la inteligencia artificial en nuestros días

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Sandra Várez

Publicado el - Actualizado

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Hace dos siglos, el hombre ya se rebeló contra una máquina. La primera revolución industrial, aquella que supuso la introducción de maquinaria para reducir el esfuerzo físico de los trabajadores y para producir a gran escala, nació como una oportunidad para eliminar una parte del trabajo más pesado, sobre todo en el ámbito agrícola y textil; las industrias empezaron a producir más en menos tiempo y con menos gasto; y los excedentes de producción agrícola trajeron consigo una mejora de la alimentación, un descenso de la mortalidad infantil y, por tanto, un aumento de la esperanza de vida.

Sin embargo, estos avances tecnológicos y económicos no produjeron una mejora inmediata de las condiciones de vida de los trabajadores. La disminución de la necesidad de mano de obra impuso salarios más bajos. La concentración de las industrias en las zonas urbanas llevó a las familias a vivir hacinadas en malas condiciones, y muchas se vieron obligadas a enviar a los niños a trabajar en las fábricas para aumentar los ingresos.

Un proceso disruptivo que la Iglesia quiso acompañar con el desarrollo de todo un pensamiento intelectual y pastoral, que tuvo como colofón, a finales del siglo XIX, la publicación por el papa León XIII de la Rerum Novarum, la base de la doctrina social de la Iglesia.

¿Una encíclica para la era digital?

Dos siglos después, en un mundo sumido en la cuarta revolución industrial, son muchos los que reclaman una encíclica sobre la digitalización. Porque en esta nueva era de cambios y avances vertiginosos, el poder de la máquina va mucho más allá de la sustitución del trabajo físico, asumiendo todas aquellas tareas para las que antes necesitábamos pensar. La tecnología basada en la inteligencia artificial realiza cada vez más, en múltiples campos, no solo el trabajo intelectual, sino la tarea de juicio y deliberación que solo el ser humano, desde su base crítica y moral, podía hasta ahora llevar a cabo. El derecho, la medicina, el periodismo o la creación literaria son algunos de los ámbitos donde los algoritmos asumen el trabajo neuronal, mediante un sistema basado en el entrenamiento de máquinas.

La última y más revolucionaria tecnología, con ChatGPT, primero, y GPT-4, después ha puesto en jaque a educadores, juristas, políticos e instituciones. Se trata de un software capaz de entender y generar lenguaje natural, superando con nota exámenes escolares de acceso universitario o profesional; de pintar cuadros al estilo de Rembrandt, inventar caras y hasta crear un discurso a partir de una frase. Ya hay estudios concretos de los propios creadores de estas tecnologías que señalan los puestos de trabajo que quedarían comprometidos con ellas (hasta un 80 por ciento en los próximos años). Y, curiosamente, a diferencia de lo que ocurrió en la primera revolución industrial, no son las tareas físicas y rutinarias o las más repetitivas las afectadas, sino aquellas basadas en el trabajo intelectual o que requieren habilidades con el lenguaje.

El Parlamento Europeo ha dado este mes de mayo un gran salto para convertir Europa en la primera región del mundo que regule las todavía muy desconocidas posibilidades y riesgos de la inteligencia artificial y de sus versiones más avanzadas, tanto las ya conocidas como las aún por desarrollar. Los eurodiputados quieren que los modelos generativos estén obligados a cumplir medidas adicionales de transparencia dejando clara la utilización de la inteligencia artificial para determinadas creaciones y prohibiendo los «usos intrusivos y discriminatorios de la IA», en determinadas circunstancias, como son las técnicas de reconocimiento facial en espacios públicos. Tanto las realizadas en tiempo real, como los de identificación posterior solo podrían usarse con la única finalidad de investigar crímenes graves, siempre y cuando cuenten con una autorización judicial.

En el primero de los casos, la creación y difusión de imágenes (como la viralizada en el mes de marzo del papa Francisco con abrigo de plumas de Balenciaga; o la del arresto y eventual salida de la cárcel de Donald Trump) debería ir acompañada por ley de la advertencia de que ha sido realizada por inteligencia artificial. Y es que este es uno de los grandes riegos que entraña su uso indiscriminado: la generación de noticias falsas, la difusión masiva de bulos y una manipulación que pone en serio riesgo la seguridad de nuestras democracias.

No basta la regulación

A pesar de blindajes normativos como el europeo, donde también durante la pandemia se limitó el uso indiscriminado de las tecnologías de geolocalización y seguimiento para no comprometer la libertad de los usuarios, muchos expertos creen que la vía de la regulación no será suficiente y que sería, casi, como ponerle puertas al campo. Sobre todo, cuando la mayor parte del diseño y la creación de esta tecnología viene de países sumidos en un «tecnofanatismo», en los que el desarrollo tecnológico es el eje transversal de su acción geopolítica.

La persona en el centro de la tecnología

Para Raúl González Fabre, hay mucha similitud «entre lo que pasa ahora con la brecha digital en España, y lo que pasaba hace un siglo con la alfabetización». Saber leer y escribir integraba socialmente a las personas, por lo que se montó con varias instituciones, católicas o laicas (desde la sección femenina de Falange hasta la Institución Libre de Enseñanza), un programa de alfabetización nacional y escolarización de la población española, para niños y adultos. «La situación en la que estamos ahora, explica Fabre, es la misma. Disponer de Internet, como disponer de un lápiz y papel si no sabes leer y escribir, es de poca utilidad»

Es necesario mucho más: el desarrollo de la capacidad de ser sujeto en internet, de actuar como ciudadanos o consumidores, como amigos o interlocutores, también con criterio y responsabilidad. Sin embargo, cabe aquí un riesgo más: que es que se acabe midiendo la dignidad de la persona por su capacidad de acceso a la tecnología. El Gobierno vasco, por ejemplo, en el cuestionario que ha lanzado a las familias que tienen que escolarizar a sus hijos el año que viene, incluye en las preguntas para conocer su grado de vulnerabilidad saber si tienen acceso a alguna de las plataformas de televisión de pago. Esto, para el profesor de la Universidad Pontificia Comillas, tiene mucho que ver con esa distorsión del concepto de necesidad que se ha creado en torno a la tecnología. «¿Hasta qué punto la dignidad de las personas depende del nivel de consumo? ¿Es este papel como consumidor lo que determina su grado de integración social?, se pregunta. ¿No haríamos mejor en pensar en la dignidad como un atributo de la persona y no por el nivel en el que se sitúa? Este es uno de los aspectos en los que las líneas de separación entre la servidumbre y el servicio se diluyen».

A la espera de esa encíclica sobre la digitalización, el Papa Francisco ha alertado en numerosas ocasiones sobre los riesgos de poner la tecnología en el centro de la vida. En el último encuentro celebrado en el Vaticano con tecnólogos, científicos, ingenieros, empresarios, juristas y filósofos, junto a representantes de la Iglesia, les instó a ponerla al servicio de la persona y no al revés. «

», les dijo.