El Papa subraya lo que hizo “excepcional” a Santa Teresa: “A través de la oración se abrió a la esperanza”
El Santo Padre ha enviado un videomensaje a los participantes del Congreso Internacional “Mujer Excepcional. Cincuenta años del Doctorado de Santa Teresa de Jesús”
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El Papa Francisco ha enviado un videomensaje en la clausura del congreso internacional “Mujer Excepcional. Cincuenta años del Doctorado de Santa Teresa de Jesús” para conmemorar los cincuenta años del Doctorado de la santa, que ha organizado la Diócesis de Ávila junto a los Carmelitas Descalzos y la Universidad Católica abulense desde este lunes y hasta hoy, jueves 15 de abril.
El Santo Padre ha subrayado que "Santa Teresa nos enseña que el camino que la hizo una mujer excepcional y una persona de referencia a través de los siglos, el camino de la oración, está abierto a todos los que humildemente se abren a la acción del Espíritu en sus vidas, y que la señal de que estamos avanzando en ese camino es ser cada vez más humildes, más solícitos a las necesidades de nuestros hermanos, mejores hijos del Pueblo santo de Dios".
El Santo Padre ha enviado un mensaje de esperanza a los participantes del Congreso Internacional: "No le tengan miedo si está el Señor con ustedes. Él no deja de caminar a nuestro lado y de conducirnos a la verdadera meta que todos anhelamos: la vida eterna. Podemos tener ánimo para cosas grandes, porque sabemos que estamos favorecidos de Dios".
El mensaje del Papa Francisco en la clausura del congreso internacional “Mujer Excepcional. Cincuenta años del Doctorado de Santa Teresa de Jesús”
Saludo cordialmente a los participantes en el congreso universitario con el que se conmemora el quincuagésimo aniversario de la proclamación de Santa Teresa de Jesús como Doctora de la Iglesia.
La expresión «mujer excepcional», que da título a vuestro encuentro, la utilizó San Pablo VI. Estamos ante una persona que destacó en muchas dimensiones. Sin embargo, conviene no olvidar que su reconocida relevancia en estas dimensiones no es más que la consecuencia de lo que para ella era importante: su encuentro con el Señor, su «determinada determinación» (así dice ella) de perseverar en la unión con Él por la oración, su firme propósito de realizar la misión que le había sido encomendada por el Señor, al que se ofrece con sencillez diciendo (con ese lenguaje siempre, y hasta uno diría hasta de campesina): «Vuestra soy, para Vos nací,/¿qué mandáis hacer de mí?». Teresa de Jesús es excepcional, ante todo, porque es santa. Su docilidad al Espíritu la une a Cristo y queda «toda abrasada en el amor de Dios». Con palabras bellas expresa su experiencia diciendo: «Ya toda me entregué y di,/y de tal suerte he trocado,/que es mi Amado para mí,/y yo soy para mi Amado". Jesús había enseñado que de lo que rebosa el corazón habla la boca (Lc 6,45). La audacia, la creatividad y la excelencia de Santa Teresa como reformadora son el fruto de la presencia interior del Señor.
Decimos que «no estamos viviendo simplemente una época de cambios, sino un cambio de época. Y en este sentido, nuestros días tienen bastantes similitudes con los del siglo XVI en que vivió la Santa. Como entonces, también ahora los cristianos estamos llamados a que, a través de nosotros, la fuerza del Espíritu Santo siga renovando la faz de la tierra, en la certeza de que, en el último término, son los santos quienes permiten que el mundo avance, aproximándose a su meta definitiva.
Es bueno recordar la llamada universal a la santidad que hace el Concilio Vaticano II (cf. LG 39-42). «Todos los cristianos, de cualquier estado o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección del amor. Esta santidad favorece, también en la sociedad terrena, un estilo de vida más humano. Para alcanzar esta perfección, los creyentes han de emplear sus fuerzas, según la medida del don de Cristo, para entregarse totalmente a la gloria de Dios y al servicio del prójimo» (LG 40). La santidad no es sólo para algunos «especialistas de lo divino», sino que es la vocación de todos los creyentes. La unión con Cristo, que los místicos como Santa Teresa experimentan de forma especial por pura gracia, la recibimos a través del Bautismo. Los santos nos estimulan y nos motivan, pero no están para que tratemos literalmente de copiarlos. La santidad no se copia, «porque hasta eso hasta podría alejarnos del camino único y diferente que el Señor tiene para cada uno nosotros. Lo que interesa es que cada creyente discierna su propio camino». Cada uno de nosotros tiene su propio camino de santidad, de encuentro con el Señor.
De hecho, la misma Santa Teresa advierte a sus monjas que la oración no es para experimentar cosas extraordinarias, sino para unirnos a Cristo. Y el signo de que esta unión es real son las obras de caridad. «Para esto es la oración, hijas mías –dice en Las Moradas–; de esto sirve este matrimonio espiritual: de que nazcan siempre obras, obras». Ya antes, en ese mismo libro, había advertido: «cuando yo veo almas muy diligentes a entender la oración que tienen y muy encapotadas cuando están en ella, que parece no se osan bullir ni menear el pensamiento porque no se les vaya un poquito de gusto y devoción que han tenido, háceme ver cuán poco entienden el camino por donde se alcanza la unión, y piensan que allí está todo el negocio. Que no, hermanas, no; obras quiere el Señor; y que si ves una enferma a quien puedes dar algún alivio, no se te dé nada de perder esa devoción y te compadezcas de ella… esta es la verdadera unión con su voluntad». En definitiva, «lo que mide la perfección de las personas es su grado de caridad, no la cantidad de datos y conocimientos acumulados», u otras cosas por el estilo.
Santa Teresa nos enseña que el camino que la hizo una mujer excepcional y una persona de referencia a través de los siglos, el camino de la oración, está abierto a todos los que humildemente se abren a la acción del Espíritu en sus vidas, y que la señal de que estamos avanzando en ese camino es ser cada vez más humildes, más solícitos a las necesidades de nuestros hermanos, mejores hijos del Pueblo santo de Dios. Tal camino no se abre a los que se tienen a sí mismos por puros y perfectos, los cátaros de todos los siglos; sino a los que, conscientes de sus pecados, descubren la hermosura de la misericordia de Dios, que acoge a todos, redime a todos, y a todos llama a su amistad. Es interesante cómo la conciencia del propio ser pecador es lo que abre la puerta al camino de santidad. Santa Teresa, que se tenía a sí misma por «muy ruin y miserable» (así se define), reconoce que la bondad de Dios «es mayor que todos los males que podamos hacer, y no se acuerda de nuestra ingratitud… Acuérdense de sus palabras y miren lo que ha hecho conmigo, que primero me cansé de ofenderle, que Su Majestad dejó de perdonarme». Nos cansamos nosotros primero de ofender a Dios, de andar por caminos raros, que Dios de perdonarnos. Él nunca se cansa de perdonarnos; nosotros nos cansamos de pedir perdón. Y ahí está el peligro.
«Nunca se cansa de dar ni se pueden agotar sus misericordias. No nos cansemos nosotros de recibir», abriendo el corazón con humildad. Uno de sus pasajes preferidos de la Escritura era el primer versículo del Salmo 89 del que hizo, en cierto sentido, lema de vida: cantaré eternamente las misericordias del Señor. Ese “misericordiar” de Dios.
La oración hizo de Santa Teresa una mujer excepcional, una mujer creativa e innovadora. Desde la oración descubrió el ideal de fraternidad que quiso hacer realidad en los conventos fundados por ella: «aquí todas han de ser amigas, todas se han de amar, todas se han de querer, todas se han de ayudar». Y cuando yo veo las “peleítas” en algún convento, dentro de un convento, o las “peleítas” entre conventos (que si yo soy de aquí, que yo soy de allá; que si interpreto así; que si acepto esto de la Iglesia, que si no lo acepto), las pobres monjas se olvidaron de la Fundadora, de lo que les enseñó.
En la oración se supo tratada como esposa y amiga por Cristo Resucitado. A través de la oración se abrió a la esperanza. Y con este pensamiento quiero terminar este saludo. Vivimos nosotros, como la doctora de la Iglesia, «tiempos recios», tiempos nada fáciles que necesitan amigos fieles de Dios, «amigos fuertes de Dios». La gran tentación es ceder a la desilusión, a la resignación, al funesto e infundado presagio de que todo va a salir mal. Ese pesimismo infecundo. Ese pesimismo de personas incapaces de dar vida. Algunas personas, asustadas por estos pensamientos, tienden a encerrarse, a refugiarse en pequeñas cosas. Recuerdo el ejemplo de un convento, donde todas sus monjas estaban refugiadas en pequeñas cosas. No voy a decir el nombre ni el lugar, pero lo llamaban el “convento cosita, cosita, cosita”, porque todas estaban encerradas en pequeñas cosas, como refugio; cerrados en proyectos egoístas que no edifican la comunidad: más bien la destruyen. En cambio, la oración nos abre, nos permite gustar que Dios es grande, que está más allá del horizonte, que Dios es bueno, que nos ama. Y que la historia no se le ha escapado de las manos. Puede que transitemos por cañadas oscuras (cf. Sal 23,4). No le tengan miedo si está el Señor con ustedes. Él no deja de caminar a nuestro lado y de conducirnos a la verdadera meta que todos anhelamos: la vida eterna. Podemos tener ánimo para cosas grandes, porque sabemos que estamos favorecidos de Dios. Y junto a Él, somos capaces de alcanzar cualquier reto, porque en realidad sólo su compañía es la que desea nuestro corazón y la que nos otorga la plenitud y el gozo de los que hemos sido creados. Esto lo resumió la Santa en una conocida oración que les invito a rezar con frecuencia:
Nada te turbe,
nada te espante;
todo se pasa,
Dios no se muda.
La paciencia
todo lo alcanza.
Quien a Dios tiene
nada le falta.
Sólo Dios basta.
Que Jesús les bendiga, la Virgen y San José los acompañen. Y, por favor, no se olviden de rezar por mí.