El amor frente al apocalipsis

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Portada del libro 'Unas palabras antes del Apocalipsis' (Ed. Encuentro) del dominico Adrien Candiard

Antonio R. Rubio Plo

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Unas palabras antes del Apocalipsis (Ed. Encuentro) del dominico Adrien Candiard lleva un significativo segundo título: Leer el evangelio en tiempo de crisis. Se trata de un libro muy adecuado para estos momentos en que, como señala el autor, los cristianos tienen que hacer una falsa elección: entre la insignificancia y la histeria. Para algunos, los cristianos serían solo un pequeño grupo que conserva a duras penas su fe, barrida por la impetuosa corriente del progreso. En cambio, otros reducen el cristianismo a lo apocalíptico en el peor de los términos: el apocalipsis entendido como catástrofe, y no como revelación, que es su significado etimológico. Este segundo grupo de personas esperan el final de los tiempos como un medio rápido e inminente de liberarse de las dificultades y sinsabores de la vida. De hecho, las redes sociales desbordan de videos y audios en este sentido. En ellos se pone guardia a los cristianos ante alarmantes acontecimientos externos. Domina aquí una voraz curiosidad y una obsesión casi enfermiza por averiguar si los hechos pasados, presentes y futuros se ajustan a lo que dice la Escritura, que más que Palabra de Dios se asemejaría a un libro de complejos significados que tan solo unos pocos serían capaces de descifrar, pese a que nadie les haya ungido como profetas.

Adrien Candiard nos recuerda también que hay otra mentalidad, la de un laicismo radical, que propaga la idea, nada novedosa, por cierto, de que la religión se aprovecha del miedo a los desastres y las desgracias. Irónicamente nuestro autor añade que, si las cosas fueran así de simples, él mismo, como religioso dominico, no tendría motivos para preocuparse por su futuro porque esos miedos contribuirían a aumentar el número de personas convertidas. Pero es un argumento inconsistente porque la fe no puede asociarse al miedo, pues cuando los temores se alejan, la fe se apaga rápidamente.

El libro de Candiard es, ante todo, una apremiante invitación a la lectura del evangelio, y en particular la del capítulo 13 de San Marcos, donde Jesús se refiere a la destrucción de Jerusalén y al fin de los tiempos, poco después de que sus discípulos expresaran su admiración ante la belleza del templo. Es a la vez una llamada a no considerar nada como definitivo en este mundo, y refiere algunos ejemplos históricos en los que los acontecimientos, que nunca son ajenos a los designios de Dios, han echado abajo la seguridad de haber edificado un reino de Dios permanente en la tierra. Sucedió en el año 410, cuando los visigodos de Alarico saquearon Roma, un preludio de la caída definitiva del Imperio, pero que es algo inexplicable porque unos treinta años antes el cristianismo había pasado a ser la religión oficial romana. ¿Y qué pensar de 1348, el año de la Peste Negra? Es una época en la que la pandemia afecta a la mitad de la población, en que se inicia la Guerra de los Cien Años entre ingleses y franceses, y en el que la Cristiandad se desgarra con el traslado del papado a Aviñón y el posterior cisma de Occidente. ¿Dónde quedaron entonces las esperanzas puestas en la Cristiandad medieval? Como historiador puedo añadir otro ejemplo no citado en el libro: en la batalla de Hattin (1187) Saladino derrotó aplastantemente a los cruzados, y no les salvó el que hubiera llevado al combate desde Jerusalén la reliquia de la Vera Cruz.

Una primera conclusión de este libro es que todos los tiempos son difíciles, pues la fe no es un lujo para tiempos de calma, ni tampoco es un tranquilizador deísmo. Podría decirse que siempre estamos al final de los tiempos, pero lo externo no es lo más importante. Para un cristiano lo importante es la actitud interior, pues de otro modo viviremos de forma permanente en inquietud, en una interminable espera en la que la imagen de Cristo, del Cristo del evangelio, irá quedando relegada a un plano a la vez formal y secundario.

Frente a la mentalidad apocalíptica, Candiard nos recuerda algo que siempre debería de ser evidente: el cristianismo es la religión del amor. El problema radica en que el amor de Dios, ofrecido gratuitamente hasta el extremo de la cruz, puede ser rechazado. Lo subrayó san Francisco de Asís en su entrevista con el sultán de Egipto en 1219: “El amor no es amado. El amor siempre es crucificado en este mundo”. Por eso la esencia del pecado, como bien señala el autor, es no dejarse amar por Dios. De ahí que la conversión no consista en adoptar una identidad cristiana sino la acogida del amor de Dios encarnado en Cristo. Con todo, una reacción muy frecuente es la de pedir a Jesús que se aparte de nosotros, del mismo modo que hicieron los gerasenos, ávidos de las ganancias derivadas de sus piaras de cerdos y que no valoraron la curación de un endemoniado (Mc 5, 1-20).

Frente a la mentalidad apocalíptica, es preciso leer el evangelio, si bien Candiard nos recuerda que “no es un manual de sabiduría que nos da consejos para afrontar las dificultades. Es la revelación del reino de Dios”. Además, es una invitación a velar, a no alarmarse y a no tener miedo, pues en toda crisis “hay una victoria final del proyecto de Dios”. Tenemos que ver el reino de Dios dondequiera que se encuentre. No es, sin duda, una casualidad que, poco antes de su discurso sobre el final de los tiempos, Jesús haga un elogio de la viuda que da como limosna para el templo todo lo que tenía para vivir (Mc 12, 41-44).