AUDIENCIA DEL MIÉRCOLES, 25 DE OCTUBRE DE 2017

Francisco invita a esperar en el perdón divino y anima a los jóvenes a rezar el Rosario

Desde primeras horas de la mañana eras miles los peregrinos que han acudido a la Plaza de San Pedro para asistir a la audiencia del Papa Francisco y escuchar sus palabras en la catequesis. En este miércoles, 25 de octubre, festividad, entre otros, de San Frutos, Francisco ha cerraqdo el ciclo sobre la esperanza con una bella evocación del encuentro del Buen Ladrón con Cristo en el Calvario, donde le abre el Paraíso. Esto el ha dado pie para recordar que nuestros pecados no deben desanimarnos si confiamos en el perdón de Dios y nos acogemos a él:

Francisco en la catequesis

Redacción digital

Madrid - Publicado el - Actualizado

6 min lectura

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Esta es la última catequesis sobre el tema de la esperanza cristiana, que nos ha acompañado desde el inicio de este año litúrgico. Y concluiré hablando del paraíso, como meta de nuestra esperanza.

«Paraíso» es una de las últimas palabras pronunciadas por Jesús en la cruz, dirigido al buen ladrón. Detengámonos un momento en esta escena. En la cruz, Jesús no está sólo. Junto a Él, a la derecha y a la izquierda, están dos malhechores. Tal vez, pasando delante de esas tres cruces izadas en el Gólgota, alguien exhaló un suspiro de alivio, pensando que finalmente se hacía justicia condenando a muerte a gente así.

Junto a Jesús esta también un reo confeso: uno que reconoce haber merecido aquel terrible suplicio. Lo llamamos el “buen ladrón”, el cual, oponiéndose al otro, dice: nosotros recibimos lo que hemos merecido por nuestras acciones (Cfr. Lc 23,41).

En el Calvario, ese viernes trágico y santo, Jesús llega al extremo de su encarnación, de su solidaridad con nosotros pecadores. Ahí se realiza lo que el profeta Isaías había dicho del Siervo sufriente: «fue contado entre los culpables» (53,12; Cfr. Lc 22,37).

Es ahí, en el Calvario, que Jesús tiene la última cita con un pecador, para abrirle también a él las puertas de su Reino. Esto es interesante: es la única vez que la palabra “paraíso” aparece en los evangelios. Jesús lo promete a un “pobre diablo” que en la madera de la cruz ha tenido la valentía de dirigirle el más humilde de los pedidos: «Acuérdate de mí cuando entraras en tu Reino» (Lc 23,42). No tenía obras de bien por hacer valer, no tenía nada, sino se encomienda a Jesús, que lo reconoce como inocente, bueno, así diverso de él (v. 41). Ha sido suficiente esta palabra de humilde arrepentimiento, para tocar el corazón de Jesús.

El buen ladrón nos recuerda nuestra verdadera condición ante Dios: que nosotros somos sus hijos, que Él siente compasión por nosotros, que Él se derrumba cada vez que le manifestamos la nostalgia de su amor. En las habitaciones de tantos hospitales o en las celdas de las prisiones este milagro se repite numerosas veces: no existe una persona, por cuanto haya vivido mal, al cual le quede sólo la desesperación y le sea prohibida la gracia. Ante Dios nos presentamos todos con las manos vacías, un poco como el publicano de la parábola que se había detenido a orar al final del templo (Cfr. Lc 18,13). Y cada vez que un hombre, haciendo el último examen de conciencia de su vida, descubre que las faltas superan largamente a las obras de bien, no debe desanimarse, sino confiar en la misericordia de Dios. ¡Y esto nos da esperanza, esto nos abre el corazón!

Dios es Padre, y hasta el último espera nuestro regreso. Y al hijo prodigo que ha regresado, que comienza a confesar sus culpas, el padre le cierra la boca con un abrazo (Cfr. Lc 15,20). ¡Este es Dios: así nos ama!

El paraíso no es un lugar como en las fábulas, ni mucho menos un jardín encantado. El paraíso es el abrazo con Dios, Amor infinito, y entramos gracias a Jesús, que ha muerto en la cruz por nosotros. Donde esta Jesús, hay misericordia y felicidad; sin Él existe el frio y las tinieblas. A la hora de la muerte, el cristiano repite a Jesús: “Acuérdate de mí”. Y aunque no existiese nadie que se recuerde de nosotros, Jesús está ahí, junto a nosotros. Quiere llevarnos al lugar más bello que existe. Quiere llevarnos allá con lo poco o mucho de bien que existe en nuestra vida, para que nada se pierda de lo que ya Él había redimido. Y a la casa del Padre llevará también todo lo que en nosotros tiene todavía necesidad de redención: las faltas y las equivocaciones de una entera vida. Es esta la meta de nuestra existencia: que todo se cumpla, y sea transformado en el amor.

Si creemos en esto, la muerte deja de darnos miedo, y podemos incluso esperar partir de este mundo de manera serena, con mucha confianza. Quien ha conocido a Jesús, no teme más nada. Y podremos repetir también nosotros las palabras del viejo Simeón, también él bendecido por el encuentro con Cristo, después de una entera vida consumida en la espera: «Ahora, Señor, puedes dejar que tu servidor muera en paz, como lo has prometido, porque mis ojos han visto la salvación» (Lc 2,29-30).

Y en ese instante, finalmente, no tendremos más necesidad de nada, no veremos más de manera confusa. No lloraremos más inútilmente, porque todo es pasado; incluso las profecías, también el conocimiento. Pero el amor no, es lo que queda. Porque «el amor no pasará jamás» (Cfr. 1 Cor 13,8).

Posteriormente ha hecho un breve resumen de sus palabras en los diferentes idiomas en los que también ha saludado y ha aprovechado la ocasión para animar a los jóvenes y a las familias a rezar el Rosario, ahora que nos encontramos en este mes de octubre, mes del Rosario, a punto de terminar.

Con el Rosario, la Virgen María nos acompaña para que Cristo obre en nuestra vida, nos consuela en el dolor, nos hace experimentar la cercanía de Dios también en las familias:

Ésta fue la recomendación del Santo Padre en su cordial saludo a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados:

«Al final del mes de octubre, deseo recomendar el rezo del Santo Rosario. Esta oración mariana sea para ustedes, queridos jóvenes, ocasión para penetrar profundamente en el misterio de Cristo que obra en nuestra vida; amen el Rosario, queridos enfermos, para que dé consolación y sentido a vuestros sufrimientos. Que para ustedes, queridos recién casados, se vuelva ocasión privilegiada para experimentar aquella intimidad espiritual con Dios que funda una nueva familia».

«Jesús, nuestro hermano y maestro, nos alienta a salir de nuestras casas para obrar el bien y Él lleva a cumplimiento lo que nosotros no logramos hacer»

Acogiendo con gran alegría a los numerosos peregrinos de tantas partes del mundo, el Obispo de Roma reiteró su aliento a confiar plenamente en la misericordia y ternura de Dios:

«Queridos hermanos y hermanas, concluyendo hoy nuestras reflexiones sobre la esperanza cristiana, dirijamos la mirada hacia el paraíso, donde – con los brazos abiertos – nos espera nuestro Padre celeste. Nos presentará Jesús misericordioso que, desde lo alto de la cruz, no cesa de prometer el paraíso a todo pecador arrepentido. A Él pidamos con esperanza: ‘Jesús acuérdate de nosotros…’

Queridos  amigos, la fe en la vida eterna nos impulsa a no temer los desafíos de esta vida presente, fortalecidos por la esperanza de la victoria de Cristo sobre la muerte.

El paraíso es la meta y el objetivo de nuestra existencia. Es el don que Dios nos ofrece, no por nuestros méritos, sino por la inmensidad de Su misericordia y de Su amor infinito; es el abrazo del Padre que nos espera para concedernos Su perdón y para devolvernos nuestra dignidad perdida a causa de nuestros pecados y de nuestro alejarnos de Él.

¡Que el Señor los bendiga y proteja del maligno!»

Así se ha pasado al rezo del Padrenuestro y la Bendición Apostólica, especialmente para enfermos e impedidos. Con ella se ha concluido la audiencia.

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