Noviembre

Redacción digital

Madrid - Publicado el - Actualizado

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Santo no es el que jamás cae, sino el que siempre se levanta. Y no, no es santo tampoco cualquiera por el mero hecho de ser. Se puede corromper la condición humana. Tantas veces lo vemos. Tantas veces lo sufrimos. Tantas veces nos conmueve el dolor que otros sufren por el mal. Tantas veces nos lloramos a nosotros mismos.

Y no, tampoco es solo la bondad la que nos hace santos. Aunque no hay santo sin bondad ni amor. Pero la santidad es más que la bondad. Chesterton decía que los santos de cada época son exagerados por contraste a las carencias de su tiempo. Es comprensible que se les quiera acercar y que se quiera animarnos a que se puede, pero es sintomático de nuestro mundo que no se quiera mirar al esfuerzo, a la fortaleza, a la superación para alcanzar cotas mejores que lo santos tienen.

Ese rebajar la santidad para tratar de acercarla a la gente, es un trato con moneda falsa. Por eso reconozco que me sorprenden tanto cuando hay canonizaciones. Caminan en medio de nosotros sí, santo puede ser cualquiera sí, pero no es santo cualquiera.

Unamuno lo dice. Somos los humanos guardadores de los muertos. Guardadores de sus restos en los cementerios. Y de su memoria en nuestros corazones.

Los guardamos para no perderlos. Porque los necesitamos con nosotros. Porque lo vivido con ellos no se pierda. Porque lo sentido, lo escuchado, lo compartido, lo hablado, siga presente y consciente en nosotros.

Los humanos nos hacemos siempre con otros. Son los otros los que nos hacen casi tanto como lo que nos hacemos nosotros. Recibimos al modo del receptor, ciertamente, pero recibimos. El nombre que nos dan lo hacemos nuestro, pero nos lo dan. La palabra la hacemos nuestra pero nos la dan. Y así con todo. El afecto, el conocimiento, los gustos, las aficiones. La humanidad. Las hacemos nuestras pero son recibidas. ¿Hay algo acaso que no hayas recibido? Todo lo que no es tradición, es plagio.

Pero es necesario hacer presente lo recibido. Visibilizarlo. Hacerlo consciente. No solo desde la integración inconsciente, porque el ser humano necesita decirse las cosas a sí mismo. Vivir es un acto consciente o no es vivir sino sobrevivir. Por eso necesitamos la palabra, la memoria, el recuerdo, el agradecimiento. Por eso necesitamos guardar nuestros muertos. En los cementerios y en el corazón.

Si no tengo amor mi vida es un ruido chillón estridente y superficial. Si no encuentro algo por lo que dar la vida, algo mayor que yo mismo, alguien –alguienes– que merezca todo, mi vida será un vacío lleno de cosas que estorban, que saturan y no sacian. Y como uno haya vivido, morirá. Llenar los años de vida, no es lo mismo que llenar la vida de años. Y sólo el amor nos hace soportable la vida. Sólo el amor trae la fuerza para aceptar, para integrar, para mirar de frente al dolor, al mal, el miedo, a la herida, al sufrimiento, a la traición. Para no convertirnos en violentos animales salvajes inhumanos que responden con la garra, el colmillo y la saliva cuando los otros nos hieren. Para no deshumanizarnos. Ofrecer la mejilla. No pagar mal con bien. Preferir sufrir el mal que hacerlo. Crecer. Ser mejor. Desarrollarse. Ser todo lo que uno puede llegar a ser.

Cuidar de otros. Tratar de hacer mejor la vida de los demás. Mirar a los que sufren con ternura. Intentar aliviar el dolor de quien con uno se cruza. Las obras de misericordia. Corporales y espirituales. Amar. Más allá de la mera emoción que pasa, más allá de los sentimientos que se mudan. Amar de veras con el corazón y la mente y todo el ser. Con las manos, y la inteligencia, y todo el cuerpo. A Dios y al prójimo y a uno mismo.