Milagros

Redacción digital

Madrid - Publicado el - Actualizado

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Lo primero que me salta al recuerdo es su sonrisa. Socarrona, inteligente, tierna, compasiva y comprensiva a la vez. Te miraba como si leyera tu mente, como si supiera lo que pensabas y lo que ibas a pensar y lo que sentías y lo que te pasaba, antes siquiera de decirlo. Te miraba con humor. Con comprensión. Con paciencia. Con amor. Un poco como miran las madres. O las abuelas.

También me llega entre el tiempo el tono de su voz. Un acento profundamente aragonés, con sus giros y su melodías y sus diminutivos y sus expresiones. Me llamó la última vez por teléfono hace quizás cuatro o cinco años y a pesar de que se notaba la edad en ella, aún conservaba la fuerza y la ternura en su expresión. Y su voz maña desde luego.

Su voz me lleva a su conversación. A su sabiduría. A su consejo. A su fortaleza. Lo mucho que a un yo quince años atrás le enseñó. Sus reflexiones sobre la comunidad, sobre la vida religiosa, sobre darse, sobre poner a los demás por delante de uno mismo, sobre espiritualidad, sobre los demás, sobre los sacrificios, sobre la fortaleza. Sobre Dios.

Ya después llega su presencia física. Su hábito blanco. Su figura grandona y generosa. Su capacidad de cuidar a unos jóvenes ?a veces más de 40- que íbamos a su monasterio a celebrar el triduo pascual y ser capaz de darnos de comer a todos con lo más bien poco que tenían aquellas monjas dominicas de Albarracín que nos acogían con tanto amor.

Ese comedor en la sala de visita con la reja abierta. Esas sobremesas. Esos desayunos alargados. Esas semanas en las que siendo frailes estudiantes en formación comenzábamos los cursos allí. Las laudes o las vísperas rezadas con ellas. El silencio -denso, vivo, lleno- que les rodeaba.

Esta semana, sor Milagros Magallón, dominica contemplativa, priora del monasterio de San Esteban y San Bruno de las Madres Dominicas de Albarracín hasta su cierre, ha fallecido a los 87 años en su monasterio de Zaragoza, donde se trasladó desde el que había sido su casa por más de cincuenta años cuando la comunidad lo dejó. Se ha ido en silencio, sin ruido. Como vivió. Se ha ido para encontrarse con el amor y el sentido de su vida.

La única certeza que nos acompaña desde que venimos al mundo es la muerte. Nada sabemos de lo que será la vida de un pequeño cuando nace, tan solo que un día, muy tarde esperamos, morirá. Y siendo esa la única certeza, nunca terminamos de acogerla. En nuestra vida diaria y común la muerte siempre está de más. La muerte, para nosotros, llegue cuando llegue, a la edad que llegue, siempre, llega de forma inopinada. Para nosotros que nos quedamos. Este año 2020 está teniendo mucho de mirar a la muerte. De que llegue sin llamar. Sin avisar.

Sé ?pese a que hace mucho que no hablaba con ella, otra de esas traiciones inconscientes que la vida y su ritmo y nuestras opciones y nuestros compromisos y nuestras confusiones y nuestras pérdidas nos traen, de una forma que deja un cierto poso de culpa y de amargura en el corazón- sé, ya digo, que para ella no ha sido así la muerte.

Me la imagino mirando a Dios con su media sonrisa llena de humor y de amor. Para ella ?como para Miguel, para Jesús, para Pedro, para Paco, para mi madre, para tantos?- la muerte ha sido como una puerta última. Como una respuesta final a todas las preguntas. Como un encuentro definitivo. Como sentido al fin a tantas y tantas cuitas. Desde su fe, desde su vida, la muerte ha sido el abrazo final de amor que toda su vida fue.

La vida contemplativa es sin duda una de las más incomprendidas de nuestro mundo. Si alguna vida es hoy realmente "contracultural", "antisistema" es la vida contemplativa. Desde nuestras vidas concretas se hace difícil entender esas vidas tan distintas a las nuestras. Vidas de oración, de silencio, escondidas, de trabajo. Vidas concretas, entregadas, reales, pequeñas. Vidas de pobreza, compartidas, trascendentes.

¿Para qué sirve la vida contemplativa? ¿Sirve para algo? No sé si es una pregunta bien planteada esa. Pero me consta que mucha gente se la hace. Digo que no está bien planteada, porque no todo lo que existe está en función de su utilidad. Es más. Probablemente, las cosas más importantes de la vida no son las más útiles. Un amanecer frente al mar, una caricia de ternura, contemplar un cuadro de Friedrich. Una pieza de música de Arvo Part, bailar, quedarse hablando hasta que nazca el sol. Una película de John Ford, un libro de Chesterton, subir una montaña, un beso, rezar…

Pero como esta semana decía un hermano mío, solo había que acercarse al convento de las dominicas en Albarracín para atisbar algo del sentido de su vida. Para intuir quizás que la vida contemplativa sirve para cambiar el mundo. De un modo diferente a lo que pensamos que es cambiar el mundo, seguro, pero cambiándolo. La presencia de aquellas hermanas ?como seguro la de quien se acerque a cualquier monasterio contemplativo- cambiaba la vida de mucha gente. Desde la profunda oración eran capaces de revolucionar la vida de sus paisanos cercanos y probablemente lejanos. De todos los que nos acercamos alguna vez allí. Eso es lo que cambia el mundo de verdad.

Milagros ha muerto como vivió, como quiere vivir la Vida Contemplativa. Amando, contemplando, abrazando. Sonriendo.

Vicente Niño Orti @vicenior

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