Cuadros de espiritualidad, mes de noviembre 2015, por la laica Araceli de Anca Abati

Cuadros de espiritualidad, mes de noviembre 2015, por la laica Araceli de Anca Abati

Redacción digital

Madrid - Publicado el - Actualizado

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Cuadros de espiritualidad, mes de noviembre 2015, por la laica Araceli de Anca Abati

El sin sentido que se experimenta en esta vida cuando se carece de visión sobrenatural

Si se pensara más en la muerte; si se pensara más, crecería la consideración del valor imponente que tiene esta vida.

Mas para muchos, desgraciadamente, la existencia terrena es, como se dice en una obra de Shakespeare, "como un cuento relatado por un idiota, llena de ruido y de frenesí, sin sentido alguno"

(Macbeth, v, 5).

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Si pensáramos no tanto en la muerte como castigo sino como puerta que abre a la Vida Eterna…, haríamos incluso fiesta cuando alguien muriera en amistad con Dios, como ocurre de hecho al conmemorar el paso de este mundo al Cielo de un fiel cristiano que se santificó en esta vida y fue canonizado.

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Si pensáramos más en la muerte como paso a la Vida, daríamos el sentido sobrenatural que Dios quiere que demos a cada día, a cada minuto y a todo acontecer y a todo trabajo, aunque sea el rutinario trabajo de siempre; y dando ese sentido a la vida descubriremos Huellas divinas en la Belleza de la Creación, en la Verdad que nos trajo Cristo y en el Bien y el Amor que nos regala el Espíritu Santo.

Es así como descubriremos el sentido completo y auténtico que tuvo nuestra vida al traspasar el umbral de la muerte, contemplando sin velos la Realidad del Cielo, viendo a Dios "cara a cara" en la Eternidad, presenciando aquello que "Ni ojo vio, ni oído oyó -que dice san Pablo-, ni pasó por el corazón del hombre, las cosas que preparó Dios para los que le aman" (I Corintios 2, 9).

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Ahora es el tiempo favorable para merecer Gracia divina, insiste la Sagrada Escritura (cfr. Isaías 49, 8 y II Corintios 6, 2).

Te lo agradecemos, Señor. Tú nos invitas, y con insistencia, a ponernos al amparo de tu Misericordia y a estar en alerta ante tu Justicia divina. E insistes que acudamos a tu Misericordia en el tiempo favorable para merecer Gracia, porque ya de nada nos valdría acudir a Ella si al traspasar el umbral de la Eternidad lleváramos pecados no arrepentidos. Tiempo favorable es el que vivimos en la tierra y Tú lo iluminas porque eres la Luz del mundo. "Es necesario que nosotros hagamos las obras del que me ha enviado mientras es de día ?dice Jesús-, pues llega la noche cuando nadie puede trabajar. Mientras estoy en el mundo soy luz del mundo" (Juan 9, 4-5).

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Y en este tiempo favorable para merecer -viviendo conforme a los quereres de Dios-, abandonaremos nuestras inquietudes y ansiedades al Amor Misericordioso del Padre, Quien nos Amó ¡tanto!, que no dudó en darnos a su Hijo en rescate por nuestra Salvación.

Camina tú, y yo contigo, hasta alcanzar la perseverancia final, aunque nuestros cuerpos y nuestras almas lleven las cicatrices de las batallas libradas, y en nuestras hojas de servicio se anoten derrotas junto a las victorias ganadas.

Y tenemos que saber que si hubiéramos vivido obstinados en el pecado y temiéramos por nuestra Salvación…, aunque nuestra vuelta a Dios fuera en la última hora de ese tiempo favorable, deberemos confiar en el Amor divino, Amor inmenso de Dios que, expresado en el Cantar de los Cantares, nos dice:

"Me robaste el corazón, hermana mía esposa, me robaste el corazón con una sola mirada de tus ojos, con un solo collar de tu cuello" (Cantar de los Cantares 4, 9).

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Saber que el Buen ladrón ganó el Cielo en el último momento de su vida, en el último suspiro en el que todavía era para él tiempo favorable de merecer, nos lleva a confiar en nuestra Salvación.

"En verdad te digo -dice Jesús al Buen ladrón-: hoy estarás conmigo en el Paraíso" (Lucas 23, 43).

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Tú, Señor, no sabes darte sólo un poco; solamente sabes darte del Todo.

Decían los antiguos que el pelícano, en ciertas ocasiones, alimentaba con su sangre a sus polluelos, y que lo conseguía hiriéndose el pecho con el pico. Creencia que la tradición cristiana tomó como símbolo del Amor de Jesucristo y fue recogida en la oración Eucarística de santo Tomás que así reza:

"Señor Jesús, bondadoso pelícano,

límpiame, a mí inmundo, con tu sangre, de la que una sola gota puede liberar de todos los crímenes al mundo entero.

(…)

Pan vivo que da la vida al hombre:

concédele a mi alma que de ti viva,

y que siempre saboree tu dulzura".

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Y tú y yo que después del Bautismo, y por el sacramento de la Eucaristía, podemos ser alimentados con el Cuerpo y la Sangre de Jesús Sacramentado, ¿dejaremos de participar en este excelso Banquete del Pan de Vida, donde Él se nos da del todo?…

¿Y si queremos participar en él pero nos hallamos por desgracia en pecado? Lógicamente antes de recibir el Cuerpo de Cristo, acudiremos al Sacramento del Perdón, para no incurrir en la condenación a la que se refiere san Pablo: "…quien coma el pan o beba el cáliz del Señor indignamente será reo del Cuerpo y de la Sangre del Señor (…), pues el que come y bebe sin discernir el Cuerpo, come y bebe su propia condenación" (I Corintios 11, 26-29).

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Para un cristiano, dejar de recibir los Sacramentos es un desprecio al Amor infinito de Dios, que será reprendido por la Justicia divina, pues por Jesucristo "se ha manifestado la gracia de Dios, portadora de salvación para todos los hombres ?escribe el Apóstol- (…), que se entregó a sí mismo por nosotros para redimirnos de toda iniquidad, y para purificarnos y hacer de nosotros su pueblo, propiedad suya, celoso por hacer el bien" (Tito 2, 11-14).

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Dios capacita a los miembros del Cuerpo Místico de Cristo para que le Amen con el Amor de su Espíritu divino.

Hay cosas que parecen imposibles; y una de las que cuesta trabajo imaginar es que un sabio doctor en lo intelectual y de alta y exquisita alcurnia en lo social, tomara la decisión de unirse en matrimonio a una doncella de rudimentarios modales y primitivo lenguaje.

Pues más difícil aún de imaginar sería que nosotros, por nuestros solos méritos, pudiéramos llegar a la unión con Dios. Y de ciencia-ficción, que nos desposáramos con el "Amor de los Amores": Jesucristo, el Señor Nuestro.

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Llegar a la unión con Dios…, desposarnos con el Amor de los Amores… ¡podemos lograrlo!; mejor dicho, Dios lo hace posible por la Gracia divina ganada con los Méritos de Cristo Jesús.

Inefable Unión que tiene lugar en la Iglesia de Cristo, pues nosotros, por nosotros mismos no podemos, necesitamos estar en Ella para recibir la Vida divina del Espíritu Santo y Amar nada menos que con su mismo Amor a Cristo Jesús, Esposo divino. Amor de Dios del que afirma san Pablo "ha sido derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo que se nos ha dado" (Romanos 5, 5).

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"El Espíritu habita en la Iglesia y en el corazón de los fieles como en un templo -dice el Concilio Vaticano II- y en ellos ora y da testimonio de la adopción de hijos (…) Hace rejuvenecer a la Iglesia con la fuerza del Evangelio, la renueva constantemente y la conduce a la unión consumada con su Esposo. Pues el Espíritu y la Esposa dicen al Señor Jesús: ‘¡Ven!'" (Constitución Dogmática sobre la Iglesia, nº 4).

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Dios deja que la Naturaleza se ría del hombre que, en su Rebeldía, se rió de ella, cumpliéndose el dicho popular: "ríe mejor el que ríe el último".

¿Se podría decir que la hoja de un árbol desprendida de su rama sin razón alguna encontró la libertad? No, porque esa libertad no la librará de otras fuerzas. De esa libertad escogida, se reirán: el viento porque la hará juguete de sus vaivenes, y cuando caiga al suelo, se reirá la tierra, porque la convertirá en estiércol.

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Así, también el hombre cuando se desliga de Dios y de sus leyes, se inflige a sí mismo un gran castigo. Sin guía divina que le conduzca al fin para el que fue creado, andará a la deriva por los caminos de esta vida: juguete de las caprichosas tiranías de su corazón y pasto de los placeres que minan su voluntad.

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Porque el antiguo Pueblo de Dios se empecinó en la falsa libertad del libertinaje, ofensivo siempre a Dios, se queja el Señor de que su Pueblo no tomara los caminos de la contrición.

"Y no oyó mi pueblo mi voz, e Israel no me atendió.

Y los dejé ir según la dureza de su corazón;

andarán conforme a sus antojos.

¡Ojalá mi pueblo me hubiera escuchado!

¡Ojalá Israel siguiera mis pasos! (Salmo 80, 12-14).

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Refiriéndose al Sacramento del Perdón, decía san Agustín: "Yo quiero curar, no acusar".

Se narra en el segundo Libro de los Reyes, que Naamán, Jefe del ejército del rey de Siria, para curarse de su lepra fue conducido al Profeta Eliseo, y que al decirle éste: "Vete y lávate siete veces en el Jordán y tu carne volverá a quedar sana" (II Reyes 5, 10). Naamán se irritó por parecerle simple el consejo. Quiere marcharse pero se detiene ante el razonamiento de sus siervos: "Padre, si el profeta te hubiera mandado algo difícil, ¿no lo habrías hecho? Cuánto más si te ha dicho: ‘lávate y te quedarás limpio'" (5, 13), con lo que Naamán condesciende y se sumerge siete veces en el Jordán y su carne se torna pura como la de un niño.

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De modo semejante, "en la escuela de la fe -señala el Papa san Juan Pablo II- nosotros aprendemos que el mismo Salvador ha querido y dispuesto que los humildes y precisos Sacramentos de la fe sean ordinariamente los medios eficaces por los que pasa y actúa su fuerza redentora.

Sería pues insensato, además de presuntuoso, querer prescindir arbitrariamente de los instrumentos de gracia y de salvación que el Señor ha dispuesto y, en su caso específico, pretender recibir el perdón prescindiendo del Sacramento instituido por Cristo precisamente para el perdón" (Exhortación Apostólica Reconciliatio et penitentia, 31).

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"Para quien acuda al sacramento de la Penitencia -continúa diciendo el Papa- es, según la concepción tradicional más antigua, una especie de ‘acto judicial’; pero dicho acto se desarrolla ante un tribunal de misericordia, más que de estrecha y rigurosa justicia (…).

Tribunal de misericordia o lugar de curación espiritual; bajo ambos aspectos el Sacramento exige un conocimiento de lo íntimo del pecador para poder juzgarlo y absolver; para asistirlo y curarlo. Y precisamente por esto el Sacramento implica, por parte del penitente, la acusación sincera y completa de los pecados, que tiene por tanto una razón de ser inspirada no sólo por objetivos ascéticos (como el ejercicio de la humildad y de la mortificación), sino inherente a la naturaleza misma del Sacramento" (Ibidem).

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El que es llamado a la vocación cristiana lo es para alabanza de la Gloria de Dios.

Desgraciadamente, muchos se hacen preguntas como éstas: -engendrar hijos, ¿para qué?…

-y cuando se engendran, ¿es para satisfacer las ansias del corazón o para continuar una empresa familiar?

-y cuando no se tenga ninguna razón para traerlos al mundo, ¿se destruirán en el seno materno, santuario donde se inicia la vida humana?

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¡Fuera aberraciones! En el matrimonio cristiano, los esposos, por amor, engendran hijos y no se preguntan "para qué". Lo hacen con la ilusión de transmitirles la Fe para que continúen la vida cristiana, abonando el terreno para que acepten la llamada divina "para alabanza de su Gloria" (Efesios 1, 14). Por lo que su primera obligación será la de bautizarlos y luego formarlos en la Fe cristiana, cumpliendo así la Voluntad divina en uno de los más importantes fines del matrimonio: la procreación y educación de la prole para el Cielo.

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Procrear…, educar en el servir y amar a Dios…, vocación cristiana que, iniciada en el Bautismo, por Jesucristo somos "sellados -como dirá san Pablo- con el Espíritu Santo prometido, que es prenda de nuestra herencia, para la redención de su pueblo adquirido, para alabanza de su gloria" (Efesios 1, 13-14).

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Es el silencio, uno de los componentes de la sabiduría, de la que afirma san Juan de la Cruz: "La sabiduría entra por el amor, silencio y mortificación" (Dichos de luz y amor, 108).

Luces de fiesta que fugazmente alumbran con intermitentes cambios de color en espacios y rincones…

…ruidos, estridencias, sonidos de pobres acordes musicales…, ritmos que no son para elegantes danzas…

…luces y estridencias que se conjuran para hacer imposible que allí se pueda hablar de algo sustancial.

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Pues si hasta para reflexionar en cómo llevar a la práctica los afanes de la vida, hemos de entrar en nuestra intimidad, ambientándola con un cierto silencio y una cierta serenidad…

…mucho más necesario se hace el silencio para entrar en intimidad con Dios. Mas, un especial silencio; unas veces será una ausencia de ruidos, otras, cierta serenidad en el trasiego de la vida. Y para hablar con Dios, siempre, quietud y paz en lo profundo del corazón.

"…aprender a poner las potencias en silencio y callando para que hable Dios ?dirá san Juan de la Cruz-, (…) cuando venga el alma (…) ‘a soledad y le hable Dios al corazón'"

(Noche activa del espíritu, 3; 3,4).

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Cerrar la puerta de nuestro corazón al ruido de las cosas para conseguir lo que dice Jesús: "…cuando te pongas a orar, entra en tu aposento y, cerrada la puerta, ora a tu Padre en lo oculto; y tu Padre que ve en lo oculto te recompensará" (Mateo 6, 6).

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La Salvación que encierran las tres virtudes teologales: Fe, Esperanza y Caridad.

De la mano del Nuevo Testamento vamos a pincelar este Cuadro de espiritualidad.

La Salvación emana de la Fe en Dios y en Jesucristo Dios y Hombre.

Nos lo dice Jesús, dialogando con Nicodemo: "El que cree en Él (en Jesucristo) no es juzgado; pero quien no cree ya está juzgado, porque no cree en el nombre del Hijo Unigénito de Dios" (Juan 3, 18).

Y nos lo dice hablando con el Padre celestial en la Última Cena: "Esta es la vida eterna: Que te conozcan a Ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo a quien Tú has enviado" (Juan 17, 3).

Después, el mundo conocerá a Jesucristo cuando sus seguidores prediquen el Evangelio a toda criatura, de modo que "El que crea y sea bautizado, se salvará; pero el que no crea, se condenará"

(Marcos 16, 15-16).

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La Salvación emana de la Esperanza en la Vida Eterna.

La Salvación fluye de los Sacramentos, concretamente del Sacramento de la Eucaristía; tajantemente lo dice Jesús: "El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y yo lo resucitaré en el último día" (Juan 6, 54).

La Salvación deriva de vivir la Doctrina de Cristo. "Quien me desprecia y no recibe mis palabras -dice el Señor- tiene quien le juzgue: la palabra que he hablado ésa le juzgará en el último día"(Juan 12, 48).

La Salvación mana de la oración: "…todo cuanto pidáis con fe en la oración -volvemos a escuchar a Cristo- lo recibiréis", "…creed que lo recibiréis y se os dará" (Mateo 21, 22; Marcos 11, 24).

La Salvación fluye de las obras, porque como escribe el apóstol Santiago: "…la fe, si no va acompañada de obras, está realmente muerta" (Santiago 2, 17).

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La Salvación emana de la Caridad, Amor de Dios.

Si san Juan de la Cruz afirma: "A la tarde te examinarán en el amor" (Avisos y sentencias, 59)…, es porque él sabe que Jesús predicó que todo el bien que hagamos a los demás, a Él se lo hacemos, y todo cuanto dejemos de hacerles, dejamos de hacérselo a Él…, que por eso "éstos irán al suplicio eterno; los justos en cambio, a la vida eterna"

(Mateo 25, 31-46).

Así, san Pablo expondrá: "Si hablara las lenguas de los hombres y de los ángeles, pero no tuviera caridad, sería como bronce que resuena o címbalo que retiñe./ Y si tuviera el don de profecía y conociera todos los misterios y toda la ciencia, y si tuviera tanta fe como para trasladar montañas, pero no tuviera caridad, no sería nada./ Y si repartiera todos los bienes, y entregara mi cuerpo para dejarme quemar, pero no tuviera caridad, de nada me aprovecharía (…). La caridad nunca acaba (…)./ Ahora permanecen la fe, la esperanza, la caridad; las tres virtudes. Pero de ellas la más grande es la caridad"

(I Corintios 13, 1-13).

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Benditas las soledades que llevan al encuentro con Dios, penosas las que nos aíslan de la familia y de la sociedad y malditas las que nos alejan de Dios.

Lo sabemos por la Historia sagrada. Desde el siglo II muchos cristianos se refugiaron en los desiertos buscando soledad, sin otro fin que el de procurar, en el silencio de la naturaleza, el encuentro con Dios.

"¿Cómo es, Señor, que yo te busco? -se pregunta san Agustín- Porque al buscarte, Dios mío, busco la vida feliz, haz que te busque para que viva mi alma, porque mi cuerpo vive de mi alma y mi alma vive de ti" (Confesiones 10, 20-29).

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Paradójicamente, desde el siglo XX, muchos que viven en ciudades, rodeados de gente no exenta de egoísmo y con mucho desamor, se ven inmersos en una soledad no buscada. Soledad que es de infelicidad porque sabemos que el hombre y la mujer pueden vivir en la pobreza, pero no sin amor.

Pobreza… soledad… desamor…

El Papa san Juan Pablo II dirá que el nuevo nombre de la pobreza -que afecta por igual al pobre que al ahíto de millones- se llama soledad.

Y soledad sufrimos cuando se nos trata como algo, no como a alguien, y cuando se instrumentaliza nuestra amistad con fines egoístas, que, con sus notas de incomunicabilidad, atenta contra nuestra naturaleza humana en su vida social y en el desarrollo de nuestras cualidades (cfr. Gaudium et spes, nº 12), sintiéndonos entonces individuos y no personas.

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El Señor, porque nos ama, sale al encuentro de nuestra soledad invitándonos al diálogo con Él:

"La razón más profunda de la dignidad humana -leemos del Concilio Vaticano II- radica en la vocación del hombre a la comunión con Dios. Ya desde su nacimiento es invitado el hombre al diálogo con Dios" (o. c., nº 19).