Cuadros de espiritualidad, mes de octubre de 2104, por la laica Araceli de Anca Abati

Cuadros de espiritualidad, mes de octubre de 2104, por la laica Araceli de Anca Abati

Redacción digital

Madrid - Publicado el - Actualizado

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Cuadros de espiritualidad, mes de octubre de 2104, por la laica Araceli de Anca Abati

Sin la Ley Natural no se comprenderá la Predicación de Cristo, y sin su Palabra se cierra el camino hacia la santidad.

Alcanzar el Cielo no se consigue saltándose peldaños, porque seguro es que yo no puedo acceder al segundo escalón sin subir el primero. E ilusión de equilibrista sería querer alcanzar el tercer escalón sin pasar por el primero y el segundo.

Subir el primer escalón supone cumplir con la Ley de los Diez Mandamientos legislada por el Creador: condición indispensable para acceder a la Salvación.

Y pues la Ley divina se resume en el amor a Dios y al prójimo, san Pablo exhorta a los cristianos de Filipo:

"…que vuestra caridad crezca cada vez más en perfecto conocimiento y en plena sensatez, para que sepáis discernir lo mejor, a fin de que seáis puros y sin falta hasta el día de Cristo"

(Filipenses 1, 9-10).

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Subir el segundo peldaño supone vivir las virtudes cristianas y prestar la mayor atención a los Sacramentos, procurando que todos los reciban: medios indispensables para conseguir por la Gracia que en ellos recibimos la unión con Cristo Señor, Único Mediador ante el Padre (cfr. I Timoteo 2, 5), "Porque -escribe san Juan- la Ley fue dada por Moisés; la gracia y la verdad vinieron por Jesucristo" (Juan 1, 17).

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Subir el tercer escalón supone ser dócil a la Gracia, dócil a las Mociones divinas -comunicación especial del Espíritu Santo que nos mueve a la virtud y perfección- y dócil a la Unción del Espíritu Santo…

…unción "que actúa en los fieles instruyéndolos ‘acerca de todas las cosas’ -explica a pie de página da la Sagrada Biblia de EUNSA- (…). Él asiste al Magisterio cuando enseña, y actúa también en el alma del cristiano, ayudándole a aceptar esa enseñanza" (Nota a I Juan 2, 27).

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Cada cual, con sus dotes personales, que hable de Dios.

¡Sí! Que hablemos de Dios, y mucho, que eso es evangelizar…, que eso es llevar a Dios a todas partes. Y que le demos a conocer sin respetos humanos.

Y a Dios le damos a conocer:

– con la palabra, porque como escribe san Pablo, "con el corazón se cree para alcanzar la justicia, y con la boca se confiesa la fe para la salvación" (Romanos 10, 10).

– sin palabras, mas con la bondad que emerge de las buenas obras: "una buena imagen vale más que mil palabras".

– sin palabras y sin obras, cuando de nuestro semblante emerge pureza de corazón: "la cara es el espejo del alma", dice la sabiduría popular. Y Juan Pablo II explica que la grandeza de la persona humana "es la huella de Dios que cada uno transmite"

(Universidad Eurasia. Kazajstán 25-IX-2001).

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Pues bien, junto a las palabras y a las obras, viene así mismo a dar testimonio de Dios la belleza porque, manifestada en la naturaleza y en el arte, delata la Huella del Creador, y lo expresa el salmista:

"Los cielos pregonan la gloria de Dios,

y el firmamento anuncia la obra de sus manos.

Un día transmite el mensaje al otro día,

y una noche le da la noticia a la otra noche.

Sin discurso, sin palabras sin que se oiga su voz"

(Salmo 18, 2-4).

Testimonio de Dios da también la vida del hombre cuando vive en la Verdad de Cristo, predicada y asistida por la Gracia. San Pablo dirá que "la fe viene de la predicación, y la predicación a través de la palabra de Cristo" (Romanos 10, 17).

Y da testimonio de Dios la bondad, manifestada en las buenas obras, porque revela en sus frutos al Espíritu divino, que por eso dice Jesús: "Alumbre así vuestra luz ante los hombres para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos" (Mateo 5, 16).

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Jesús nos llama a dar testimonio de Él, de las mil maneras que nos presenta la vida y según nuestra manera de ser: "Seguidme -nos invita- y os haré pescadores de hombres" (Mateo 4, 19).

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Desplegar nuestro Amor de Dios en el trabajo, en las relaciones humanas, en el dolor y en las obras de fraternidad.

Lo sabemos. Es costumbre en los conventos que cuando el superior ordena o pide algo, diga: "Hermano, hágame la caridad de hacer…, de traer…, de ir…, de venir…".

Y aún fuera del convento, todavía en muchos lugares de tradición cristiana, no se ha perdido la costumbre de que los pobres pidan una limosna por caridad.

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Pues bien, al igual que se va perdiendo la costumbre de pedir por caridad, también, desgraciadamente, se va olvidando trabajar o sufrir por caridad, por Amor de Dios. ¡Extravío lamentable! Ahora, muchos creyentes, porque perdieron ese sentido sobrenatural no encuentran el por qué de tanto esfuerzo, de tantos trabajos y de tanto sufrimiento que nos brinda esta vida, preguntándose, confusos, a qué "agujero negro" habrá ido a parar tanto esfuerzo y tanto dolor, y preguntándose también, paradójicamente, por el misterioso vacío al que van a parar los placeres.

Para que el creyente en Jesucristo no caiga en desesperanza, bueno será recordar, en público y en privado, que nada se pierde en el corazón que late el Amor de Dios. Y que para sensibili¬zarnos en este ambiente sobrenatural es muy conveniente hacer frecuentes ofrecimientos a Dios de todo lo que nos sucede: "Jesús, te ofrezco estos trabajos o esta enfermedad, por Amor".

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Tomando conciencia del valor purificador y corredentor que tienen "sudor y dolor" ?trabajos y sufrimientos-, el cristiano que vive en amistad con Dios se alegrará al saber que nada va a quedar sin mérito para el Cielo, porque nuestro trabajo, dice san Pablo, "no es vano en el Señor" (I Corintios 15, 58).

Si Jesucristo, Dios y Hombre, que es Palabra de Dios, (cfr. Juan 1, 14), se digna comunicarse con nosotros, nosotros, que fuimos hechos a "imagen de Dios", también debemos ser palabra de comunicación fraterna entre nuestros iguales.

Comenzaré preguntándote:

¿Sabes cuál es el mejor instrumento de percusión?… ¿No, no lo sabes?

El mejor sin duda es el corazón humano, porque tiene la capacidad de percutir sus sentimientos en mil sonidos, y repercutir en cariño y comprensión los amores que le lanza el corazón del otro.

¡Qué pena! Solamente el autista no podrá percutir ni repercutir.

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Por esta capacidad de percutir y repercutir los sentimien¬tos, se dice que el hombre es un ser sociable y, por lo mismo, comunicable. Pudiéndose decir entonces de la sociedad que perdiera comunicabilidad, que pierde su típico carácter social, que ha enfermado de autismo y que ya no es una sociedad humana sino un colectivo de individuos, una suma de individuos que viven cada uno en su soledad.

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Jesús, que conoce la necesidad de comunicación del ser humano, se presta a escucharnos con el mismo Amor con que escuchó en su vida terrena a cuantas personas quisieron comunicarse con Él, por eso nos alegra saber lo que escribe san Marcos, que los Apóstoles reunidos con Jesús "le contaron todo lo que habían hecho y enseñado" (Marcos 6, 30).

Y pues se lee en la Carta a los Hebreos que "Jesucristo es el mismo ayer y hoy, y por los siglos" (13, 8), hoy, a ti y a mí, Él mismo, abriéndonos su Corazón, nos invita a que Allí tengamos nuestras confidencias: "Venid a mí todos", nos dice (Mateo 11, 28).

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Tanto cuanto nos liberan las ataduras del Amor de Dios tanto nos esclavizan las que pregonan liberar a cualquier precio (cfr. Juan 8, 31-36).

Se sabe que el gran éxito de la educación japonesa se basa en las ataduras de amor que tienden los padres a los hijos, y que los educadores, en la escuela, consiguen ese éxito sensibilizando a sus educandos en ataduras de compromiso, haciéndoles considerar cómo se verían defraudados si no se responsabilizaran de lo que se les dice.

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Pues bien, con el mismo ahínco que la perversión diabólica justifica la pérdida de la Fe en muchos, al poner en duda la infinita Bondad y Justicia de Dios, con el mismo ahínco predica la inutilidad de reprimir los instintos y la inexistencia del infierno, logrando de este modo que mucha gente se desligue de la Ley de Dios.

Y se comprende que si se rompieran esas ataduras, que paradójicamente liberan, se rompería asimismo la unión con Dios -Ser verdaderamente libre-. Y quien condescendiera a tal aberración se ataría de inmediato a la esclavitud de las malas pasiones.

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De los que desprecian las ataduras divinas que son de Amor y conducen a la Salvación eterna, se quejará el Señor: "…no reconocieron que Yo los cuidaba. Con ataduras humanas los atraía, con lazos de amor; fui para ellos como quien alzara el yugo de sobre su cuello, e inclinando a ellos la comida les diera de comer" (Oseas 11, 3-4).

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Para estar siempre con Dios, además de nuestros momentos de oración, ofreceremos nuestros afanes y trabajos a Dios, que eso es poner a rezar todo lo nuestro.

Qué más quisieran, digo yo, el esposo y la esposa que se quieren con cariño de amantes estar siempre el uno junto al otro e intercambiar continuamente sus confidencias. Sí, ellos querrían…, mas no pueden: el cuidado de los hijos y del hogar y ganar el sustento diario consumirá las horas que podrían estar juntos.

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Y ¡qué más querría el alma enamorada de Dios que estar siempre, exclusivamente, sin otras tareas que la distrajeran, con el Espíritu de Cristo, "dulce huésped del alma"! (Secuencia de Pentecostés), escuchando las hablas de sus peculiares Mociones divinas. Y ¡cuánto más desea el Espíritu divino recrearse en el alma que le ama en una continua oración!…, pero a veces no es posible: ella ha de prestar atención a los muchos trabajos y a las obras de fraternidad.

¿Qué puede hacer entonces el alma para seguir en unión con el Espíritu divino? Recurrirá a una estrategia: "pondrá a rezar" esos trabajos y obras de fraternidad, que tanta atención le reclaman, por medio del ofrecimiento de obras, presentándolos a Dios como obsequio en el altar de su corazón.

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Del ofrecimiento de obras que se transforma en oración, nos habla san Beda: "La oración no consiste sólo en las palabras con que invocamos la clemencia divina, sino también todo lo que hacemos en obsequio de nuestro Creador movidos por la fe" (COMENT. EVANG. SAN MARCOS).

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"No os amoldéis a este mundo, sino (…) transformaos con una renovación de la mente, para que podáis discernir cual es la voluntad de Dios, qué es lo bueno, agradable y perfecto", dice san Pablo a los Romanos (12, 2).

Lo comprobamos. Se amolda a este mundo el hombre que, calificado de mundano, vende su alma a cualquier precio, porque, instalado en los usos y costumbres del mundo, se apropia para sí la Gloria que sólo es debida a Dios.

Y se amolda también a este mundo quien ha caído en la tibieza, quien vive al son del "que más da". A él Cristo dirigirá el reproche que cita el Apocalipsis: "…no he hallado tus obras perfectas delante de mi Dios" (3, 2).

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Pero a quien luche esforzadamente por amoldarse a los modos divinos, luchando por adornar su vida y sus obras con virtudes, que eso es hacerse santo, Dios le concederá ser invitado a participar en el Banquete celestial, el que, pregustado ya aquí en la tierra, compartirá con el Señor en la Gloria (cfr. Isaías 58, 14).

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¡Dichosos quienes luchan por santificarse y se santifiquen, porque en ellos arraigó la Sabiduría divina! A ellos se dirigirá el Señor:

"Escuchadme, hijos santos, y creced

como rosal a la orilla de una corriente de agua.

Como incienso esparcid buen perfume,

echad flores como el lirio.

Alzad la voz y entonad un cántico de alabanza;

bendecid al Señor en todas sus obras" (Eclesiástico 39, 17-19).

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Porque el Bautismo capacita al cristiano para tener alma sacerdotal, puede ofrecer sacrificios agradables a Dios.

Definiremos el sacrificio religioso en breves palabras: Sacrificio es presentar o inmolar ofrendas a Dios en su Honor y Gloria, con fines expiatorios, de petición o de acción de gracias.

Definición por la que llegamos a la siguiente conclusión: Si yo me quedara con una parte de ese sacrificio estaría defraudando a Dios, o si torciendo la intención, buscara mi honra, estaría hurtando lo que había dirigido a la Gloria divina.

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Pues bien, mientras en el Antiguo Testamento se sacrificaban a Dios corderos, reses, tórtolas…, en nuestros días, sacrifica¬mos nuestros cuerpos con el ayuno, la privación voluntaria de bienes necesarios y la búsqueda activa de incomodidades -ofreciéndolo a Dios como hostia viva y santa (cfr. Romanos 12, 1)-: sacrificios que unimos al Único Sacrificio que lo es por excelencia: el Sacrificio de Cristo en la Cruz, renovado en cada Eucaristía.

Y sacrificios son también aquellos a los que la vida obliga: catástrofes naturales, guerras, enfermedades, trabajos, y los que soportamos a causa de los pecados ajenos. Sacrificios que tendrán valor sobrenatural si estando en Gracia de Dios se los ofrecemos o, lo que es lo mismo, si tenemos el Amor de Dios en nuestros corazones.

"…vosotros -como piedras vivas- sois edificados como edificio espiritual -escribe san Pedro- en orden a un sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales, agradables a Dios por medio de Jesucristo" (I Pedro 2, 5): palabras de san Pedro, en las que resuenan otras del Señor, escritas por el salmista: "Juntadme a aquellos justos míos que se aliaron a mí por sacrificio" (Salmo 49, 5).

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La Sagrada Escritura, de donde escogemos los siguientes textos, revela cómo pueden ser nuestros sacrificios:

"El que me ofrece sacrificio de alabanza ese es el que me honra" (Salmo 49, 23).

"Sacrificio para Dios es un espíritu contrito" (Salmo 50, 19).

"Quien guarda la ley multiplica las ofrendas.

Ofrece sacrificio pacífico quien observa los Mandamientos

(…).

Quien da gracias (a Dios) ofrece oblación de flor de harina,

el que hace limosna hace sacrificio de alabanza (…),

y el sacrificio expiatorio (está) en alejarse de la

injusti¬cia" (Eclesiástico 35, 1-5).

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Por Cristo, con Él y en Él, el Padre nos mira, nos escucha y nos ama.

El Padre celestial se complace en Jesucristo y en todos los que por estar en Él, por la Gracia santificante, llegan a ser conformes a la imagen de su Hijo (cfr. Romanos 8, 29).

A la tierra llegan palabras de complacencia divina referidas a Jesucristo, pronunciadas tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento:

– en el Libro de Isaías se oye: "He aquí mi Siervo, yo estaré con él: mi escogido, en quien se complace mi alma" (42, 1).

– y en el Monte de la Transfiguración, oímos: "…una voz desde la nube dijo: Este es mi Hijo, el Amado, en quien tengo mis complacencias; escuchadle a él" (Mateo 17, 5).

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El Padre celestial escucha a cuantos, estando en Cristo, oran con Él:

"Como la oración cristiana es hablar con Dios con la misma Palabra de Dios -leemos en el Catecismo de la Iglesia Católica-, ‘los que son engendrados de nuevo por la Palabra del Dios vivo’ (los Bautizados y Confirmados) aprenden a invocar a su Padre con la única Palabra que Él escucha siempre. Y pueden hacerlo de ahora en adelante porque el Sello de la Unción del Espíritu Santo ha sido grabado indeleble en sus corazones, sus oídos, sus labios, en todo su ser filial" (nº 2769).

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El Padre celestial ama a quien ama a Cristo.

Al decirnos Jesús que "el que me ama, será amado por mi Padre" (Juan 14, 21), yo le pregunto: ¿Pero cómo sabremos, Señor, que te amamos?… El mismo Jesús contestará a nuestra pregunta: "Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor, como yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor" (Juan 15, 10).

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Dichoso el que se hace eco de las alegrías y tristezas de los demás, y muy dichoso el que, aunque abandonado de todos, encuentra en Dios el amor que ansía su corazón.

La experiencia lo dice. Si mi corazón al emitir alegría encuentra otro corazón que recoge esa onda, repercutiéndola a su vez en el mío, mi alegría aumentará: se duplicará.

Mas este fenómeno será a la inversa con las penas, porque si la onda de tristeza que yo percuto encuentra un corazón que me comprenda y repercuta compasión, esta onda será bálsamo para mi herida que disminuirá mi pena.

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Pues bien, Dios repercutirá en Gozo divino y calmará mis penas con el bálsamo de su Consuelo cuando mi onda de alegría o tristeza la dirija exclusivamente a Él.

Pero cuando los demás nos confíen su alegría o su tristeza, seremos nosotros los que tenemos que repercutir alegría o consuelo, esforzándonos en ello para hacer más humano este mundo, tal como Dios así lo quiere.

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Lo nuestro es hacer de la fraternidad instrumento de repercusión espiritual y de comprensión y servicio, sabiendo que al corazón humano le entristece más el olvido que el desprecio mismo.

"Llevad los unos las cargas de los otros -escribirá san Pablo- y así cumpliréis la ley de Cristo" (Gálatas 6, 2).

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Lleva ilusionadamente tu corazón a Dios, y el Señor, superando tus deseos lo llenará de Él mismo más de lo que tú esperas.

Del conocido aserto de san Agustín: "Ama y haz lo que quieras", al no tan conocido pensamiento del Santo: "Eres, al mismo tiempo, siervo y libre; siervo, porque fuiste hecho; libre, porque eres amado de Aquél que te hizo, y también porque amas a tu Hacedor" (Coment. sobre el Salmo 99, 7)…, toda una lección de libertad y amor.

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Y yo, que no soy nadie para dar lecciones, me atrevo a dar la vuelta a la primera sentencia del Santo. Dirigiéndome a Dios le digo: "Tú me amas, Dios mío, haz de mi lo que quieras".

Y respecto a la segunda sentencia de Amor al Hacedor, me atrevo a completarla con el Salmo del rey David:

"Ten tus delicias en el Señor

y te otorgará las peticiones de tu corazón" (36, 4).

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Y al terminar este Cuadro de espiritualidad, escuchamos otra vez a san Agustín: "¿Cuál es la explicación de que nos alegremos con el Señor, si él está lejos? Pero en realidad no está lejos. Tú eres el que hace que esté lejos. Ámalo y se te acercará; ámalo y habitará en ti. ‘El Señor está cerca. No os inquietéis por cosa alguna" (Sermón 21).

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Dejar de hacer un acto bueno por temores humanos, ¡no!: Luchar por no ofender a Dios por el santo Temor de Dios, ¡sí!

Que se necesita valentía para enfrentarse a una parte de la sociedad, por culpa del qué dirán, es verdad. Y que el que no se enfrente será calificado de cobarde o necio por la otra parte de esa sociedad, también es verdad.

Y dejar de hacer una obra buena o un acto de piedad por temor a manifestar nuestra condición de cristianos o por temor a recibir una burlona o maliciosa sonrisa… es sencillamente cobardía.

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"Ríete del ridículo -escribe san Josemaría Escrivá-. Desprecia el qué dirán. Ve y siente a Dios en ti mismo y en lo que te rodea.- Así acabarás por conseguir la santa desvergüenza que precisas, ¡oh paradoja!, para vivir con delicadeza de caballero cristiano" (CAMINO, nº 390).

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¡Que ante la Justicia divina tiemble el cobarde por no haber hecho el bien!…, y también el necio que por respetos humanos omitió obras de piedad.

"A todo el que me confiese delante de los hombres -dirá Jesús-, también yo le confesaré delante de mi Padre que está en los Cielos. Pero al que me niegue delante de los hombres, yo también le negaré delante de mi Padre que está en los Cielos" (Mateo 10, 32-33).