El hermano Miguel Pajares: un corazón partido, in memoriam por Luis Ángel Montes Peral

El hermano Miguel Pajares: un corazón partido, in memoriam por Luis Ángel Montes Peral

Redacción digital

Madrid - Publicado el - Actualizado

7 min lectura

Conocí al hermano Miguel Pajares (aunque está ordenado de sacerdote, los miembros de la orden a la que pertenece son todos hermanos) en el mes de octubre de 1979 en Palencia. Miguel había sido nombrado maestro de novicios y yo acababa de regresar a mi diócesis, después de doctorarme en teología en Alemania.

Él quiso que diera a los novicios clases de sagrada escritura, cristología y eclesiología. Desde entonces durante casi veinticinco años los acompañé en sus estudios, en el tiempo en que el noviciado permaneció en Palencia. Algunos de ellos ocupan ahora altos cargos en la benemérita Orden Hospitalaria de los Hermanos de San Juan de Dios.

Durante los años ochenta, en el tiempo de la dirección de Miguel, iba dos veces por semana al noviciado, situado en el gran centro psiquiátrico que la reconocida orden hospitalaria tiene en la capital palentina. Me encantaba encontrarme con ellos cuatro horas semanales y compartir su carisma siempre que podía. Los muchachos eran fenomenales y se entregaban a los enfermos con admirable solicitud. Con mucha frecuencia Miguel y yo hablábamos de su formación y del problema vocacional, que ya entonces nos preocupaba ¡y mucho! Con el paso del tiempo me fui dando cuenta de su altura espiritual y su gran capacidad de relación tanto con los empleados del centro sanitario como con las órdenes religiosas del entorno.

Intimamos hasta el punto de que cuando hizo los cincuenta años de su permanencia en la orden (para entonces se encontraba ya prestando sus servicios en el Hospital de San Juan de Dios en León), me invitó al encuentro y con sumo gusto lo acompañé en la celebración, esta vez en la capital leonesa. Con el paso del tiempo y las distancias nuestra relación dejó de ser intensa, aunque todavía en alguna ocasión me escribió desde Liberia, desde su querido hospital en Monrovia, mostrándome sus modernas instalaciones. Pero hacía ya bastante tiempo que no nos comunicábamos personalmente. Con todo, yo sabía que continuaba allí y siempre que tenía ocasión preguntaba por él.

Querido Miguel: ¡Quién lo iba a decir! A causa del fatídico ébola ?has sido el primer europeo, que has contraído la enfermedad, lo que dice mucho a tu favor? te has convertido en el misionero español más popular del siglo XXI. Escribo estas líneas desde Múnich, donde estoy pasando el mes de agosto. Precisamente al día siguiente de llegar, ya escuché sorprendido tu nombre en la televisión. Desde entonces no ha dejado de nombrarte una y otra vez en el canal internacional de TVE y en los telediarios. Nunca me imaginé que la resonancia de tu caso llegara a los extremos que está llegando: en estas dos primeras semanas de agosto estás apareciendo con mucha frecuencia en las redes sociales y en los periódicos. Incluso se ha originado una polémica absurda de gran notariedad sobre quién iba a pagar los gastos ocasionados por tu enfermedad. Dada tu enfermedad y el severo tratamiento de ella, no sé si desde el hospital eres totalmente consciente de lo mucho, que se está hablando de ti.

Estoy seguro que todo este revuelo mediático sucede en contra de tu voluntad, una persona humilde, que huyes de la ostentación y la notariedad de acuerdo con los postulados de tu orden religiosa. Pienso y creo que no me equivoco, quizá algún día podamos hablarlo a solas, si logras recuperarte, como todos deseamos; pienso, sí, que te encuentras con el corazón partido. Has regresado a España con medidas excepcionales y recibiendo un tratamiento único y en no pocos sentidos ejemplar; lo que ciertamente te habrá dejado satisfecho. Justo es reconocer que la opinión pública, el gobierno, el ministerio de sanidad, tu orden religiosa, todos… se están portando de manera magnífica contigo y con la religiosa africana de nacionalidad española, que te acompaña en el penoso trance. Algo que no se podrá olvidar nunca y por lo que hay que dar sentidas gracias.

Pero desde lo que te conozco, pienso que te encontrarás triste y en algunos momentos hasta muy triste, sobre todo porque las personas más cercanas a ti, los que han dedicado su vida en cuerpo y alma a los enfermos liberianos, no han tenido tu misma suerte y se están muriendo en plena juventud por causa de la maldita pandemia. Un familiar tuyo, sin duda te conoce muy bien, declaró en su momento que no regresarías, si no te acompañaban las misioneras de tu ejemplar equipo, en el que has estado actuando como director espiritual y coordinador de la pastoral sanitaria. ¡Una de ellas ha muerto después de tu regreso, lo mismo que otro hermano!

¡Este será tu mayor dolor! Un dolor, que tendrás que llevar contigo hasta que la misericordia de Dios te acoja en su seno. Te estará produciendo un sufrimiento inmenso el conocer la distinción, a todas luces injusta, que han hecho entre los que tienen y no tienen nacionalidad española. Y todavía te dolerá más aún, que mientras tú gozas de todas las medidas sanitarias y no se escatiman medios para curarte, los pobres de Monrovia y de los países africanos infestados, se mueren de modo masivo, incluso algunos en las mismas calles, sin que haya nadie que los atienda y sin que se atrevan a tocarlos, para no contraer la terrible enfermedad. ¡Ojalá tu caso ayude a comprender a los hombres de buena voluntad, que ante la presencia de Dios y ante las mentes bien constituidas, todos somos iguales, hijos del mismo Padre de los cielos; que hay que crear con auténtica eficacia, no sólo con buenas declaraciones de principio, una sociedad internacional más justa, en la que pueda palparse una real fraternidad, que vaya más allá de nacionalidades estrechas!

Por los medios eclesiales de comunicación alemanes me he enterado que antes de que se levantara tu caso el hermano africano Patrick Nshamdze, director de tu hospital, acababa de morir en Monrovia en plenitud de vida, a los cincuenta y dos años. Él fue precisamente, quien sin saberlo te contagió la enfermedad, al haberlo tú cuidado en su estado de postración. Ayer me he enterado por los medios españoles, que otro hermano acaba de morir. Todo esto te romperá el alma y en el silencio de tu habitación hospitalaria te hará llorar, como me lo está haciendo a mí y a muchos españoles, que no entienden cómo los europeos nos cerramos en nosotros mismos. ¡Ojala tu caso nos ayude a avanzar en el tema acuciante de la solidaridad internacional! ¡Ojalá los países europeos nos demos cuenta de una vez por todas, que tenemos que poner en la cooperación con los países del tercer mundo tanta alma, vida y corazón como ponemos con nuestros propios intereses!

Con pena percibo también la falta de un elemental conocimiento y la debida sensibilidad, sobre todo por parte de algún periodista joven, que identifica y confunde la centenaria Orden Hospitalaria de San Juan de Dios, una de las grandes glorias de España, con una ONG. Hay que gritar a los cuatro vientos que esta organización religiosa es mucho más que una ONG; que es una orden religiosa, que desde el siglos XVI se entrega en cuerpo y alma a los pobres y desprotegidos de este mundo y que precisamente, porque se entrega a ellos en espíritu y verdad, algunos de sus miembros corren el destino de los más pobres.

N.B. Cuando había terminado el artículo y estaba a punto de enviarlo por correo electrónico, oigo conmovido por el canal internacional de TVE, como primera noticia, que el hermano Miguel Pajares acaba de morir a las 9,28 de hoy, doce de agosto. Dejo el texto tal como está, ya que nada de lo afirmado hasta aquí pierde sentido y contenido con su muerte; al contrario, lo dicho adquiere mayor verdad y su figura de hermano de San Juan de Dios se agiganta.

Querido Miguel: Me vuelvo a dirigir a ti para encomendarte a la misericordia divina. Tu muerte tiene algo de martirial, por lo que estoy seguro que ya estás gozando de la Trinidad. Estoy seguro, sí, que el Padre te ha acogido en sus brazos y que Jesús, María, los otros misioneros muertos y Juan Ciudad te acompañan en la bienaventuranza eterna. ¡Bendito seas!