Ser niño en Madrid
Artículo de Pablo Martínez de Anguita, director de la Fundación Laudato Si'
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Era una mañana de otoño gris. Tenía que caminar con cuidado para no pincharme con las jeringuillas usadas esparcidas por el suelo húmedo y frío, en el que junto con las ratas dormitaban drogodependientes en la Cañada Real junto a la Iglesia de Santo Domingo de la Calzada, la parroquia en pleno epicentro de la venta de droga madrileña.
Don Carlos Osoro, entonces arzobispo de Madrid, nos pidió a un grupo de amigos profesores de paisajismo, que hiciéramos algo por dar un mínimo de dignidad a aquellas personas que yacían drogadas en ese desierto de humanidad, belleza y vida. Tras visitar la Iglesia que había sufrido un incendio, su párroco, el padre Agustín, nos llevó a tomar “el mejor pincho de tortilla de patata” de la barriada.
A mitad de pincho entró un grupo de niños, eran las once de la mañana. Tendrían unos doce años, y obviamente no estaban en clase aquel martes. Encendieron un cigarro cada uno (...asumo que era tabaco …), se subieron a lo alto de una mesa y empezaron a patalear y gritar. La dueña del bar, con buenas tablas y acostumbrada, les dejó hacer. Yo estaba en la otra esquina. Dejé de verlos porque el humo de sus cigarros se volvió espeso, luego como una bandada de pájaros (sus gritos me despertaron cierta simpatía como hacen los grajos al partir de un árbol) desaparecieron ellos, su humo y sus graznidos, y la dueña limpió la mesa. Desde aquel día – antes de la pandemia - me di cuenta de que ser niño en Madrid no era para todos lo que yo había vivido en mi infancia.
El horizonte de aquellos niños era como el del bar del pincho de tortilla, inexistente, más allá de un mar de brumas en el que graznar y vandalizar. Así nació, bajo el amparo del arzobispado de Madrid la Fundación Laudato Si. Esos niños necesitaban algo más que escolarización. Necesitaban un horizonte, que fuera más allá de la niebla con la que nos rodeamos cuando lo que a su vez nos rodea son ratas y jeringuillas, uno que fuera inmenso y hermoso, y por lo tanto esperanzador, uno tan grande como una montaña entera, como una sierra entera. Así empezamos a arreglar albergues en la Sierra Norte de Madrid, así empezamos a llevar a niños y jóvenes a la reserva del a biosfera de la Sierra del Rincón, y así nació la peregrinación de “El Camino del Anillo”, que recorre la reserva y la Sierra Norte (elcaminodelanillo.com)
En términos absolutos, en 2022 más de 1,3 millones de personas residentes en la Comunidad de Madrid estaban en riesgo de pobreza y/o exclusión social. Entre ellos, los niños y adolescentes de entre 0 y 17 años eran el grupo de edad con mayor riesgo. En nuestra Comunidad la infancia supone el 17,75% de la población total con 1.201.345 menores, de los cuales, varios informes sitúan a 281.852 (23%) en situación de riesgo de pobreza o exclusión social, y a 224.516 niños y niñas viviendo en hogares por debajo del umbral de la pobreza. Ambos estudios recogen un 23% más de pobreza infantil que la media del total de la población. A este dato hay que añadir que, en nuestra Comunidad 104.619 se encuentran en situación de carencia material severa, teniendo menos de 16 años un total de 92.332, un 17,6% más que la media de la población total autonómica. Y de ellos, la gran mayoría vive en la ciudad de Madrid.
Vivimos en el periodo de la historia en el que los niños tienen menos contacto con la naturaleza de toda la humanidad. ¿Qué implica esto? En su famosa obra “Last Child in the Woods” (2005), Richard Luov planteaba que para salvar al ecologismo y a la naturaleza debemos salvar a una especie en peligro, "el niño en la naturaleza". Luov afirma que, a los niños de hoy, y yo añado, a los más pobres, sobre todo, les falta “experiencia directa de naturaleza, y los niños empiezan a asociarla con el miedo y el apocalipsis, y no con la alegría y el asombro". Y señala la necesidad de una "esperanza imaginativa" que nos ayude a "encontrar o redescubrir nuestro sentido de la alegría, el entusiasmo y el misterio".
Yo más humildemente considero que la naturaleza es el contrapeso que un niño urbano de Madrid necesita encontrar para desarrollar su sentido básico de la esperanza, motor último de una “vida buena”. Porque la esperanza en el futuro se sustenta en una experiencia en el presente, y en el campo, la naturaleza muestra un secreto a los niños en su propia lengua: La vida es como ese paisaje infinito, bello y acogedor que contemplan, -una imagen del padre Dios en una lengua que los niños entienden sin comprender-, y que este mundo, aunque sea inmenso, sigue siendo un hogar, y si hay un hogar se intuye un amor que lo funda. Y por ello en ese idioma secreto escrito de belleza, riscos y águilas en el que habla Dios a los niños, estos se esponjan, se llenan de fascinación y expulsan su dolor cuando se sienten acompañados, queridos y cuidados (yo he sido testigo de ello), e incluso -esto no lo he visto yo, pero lo dicen los expertos-, mejoran su funcionamiento cognitivo.
John Muir, creador de los Parques Nacionales del mundo, justificó así la creación de los mismos: “Todo el mundo necesita belleza. así como el pan, lugares para jugar y orar en, donde la naturaleza puede curar y dar fuerza al cuerpo y al alma”. Y yo apostillo, “…y sobre todo los más débiles y frágiles, los que están por construir, los que cargan con el daño que a veces causamos sin querer los adultos... es decir, los niños.”
La naturaleza no se aprende a través de un discurso, sino de una experiencia, que es aquello que nos invita a decir profundamente: ¡qué bueno que esto (que no soy yo) exista como es!, (aunque al principio no lo entendiera), y ¡qué bien que un maestro me enseñe mi conexión entre mi yo y el objeto de educación! Ahora lo entiendo, ahora entiendo la conexión, ahora "ME" entiendo. Entonces SOY EDUCADO porque descubro mi conexión positiva entre aquello bueno y bello que existe fuera de mí y lo que de veras quiero, y puedo entenderme en esa relación con dicho bien.
Por ello, el principio de la educación ambiental (y la educación en general) no puede estar en lo que hay que evitar para sobrevivir, si no en aquello que nos puede despertar nuestro mejor yo, que nos puede enamorar. Y para enamorarse es necesario contemplar (como el que invita a cenar a su novia y no se sienta al lado sino enfrente). Sin contemplación de la naturaleza, sin que te impacte, el deseo de ser sostenible es endeble (es equivalente para un recién casado a aprender a hacer bien las tareas domésticas en su casa para no enfadar a su cónyuge en lugar de hacerlas porque la quiera, y que por tanto la casa tenga que estar ordenada para convivir con el/la amada/o). El camino que genera un cambio positivo y madurativo en la persona, y más aún en un niño es el amor, no el miedo.
Así lo describió un español universal, Séneca, hace ya 2000 años a su amigo a Lucilo: “Te he hablado de estas cosas para mostrarte que, si alguien ha impulsado, inflamado a nuestros alumnos, ellos naturalmente se dirigen hacia las realidades más elevadas. Por lo contrario, los maestros están equivocados a veces a cerca de sus estudiantes, dirigiéndose hacia ellos con la intención de cultivar sus mentes o su conocimiento, pero no su alma, tanto que la filosofía se ha vuelto filología, y lo que un tiempo era sabiduría ahora se ha vuelto aquello que se llama ciencia.” Y así lo experimentó otro gran educador español del siglo pasado, Félix Rodríguez de la Fuente. Escolarizado tardíamente a los diez años, paso su infancia previa contemplando y hoy vivimos de sus frutos. Él lo explica mejor: "No descubro el lobo, como la mayoría de los niños, pintado en las páginas de un cuento, con un saco al hombro y cara de rufián, sino recortado en el horizonte de la paramera, como una criatura mítica, aureolada de misterio por los relatos de los viejos pastores. Y no veo el halcón envilecido y desplumado en la jaula de un zoo, sino cayendo desde las nubes, como un rayo de muerte, para segar ante mis ojos la vida de un pato salvaje. Y los buitres, mis añorados amigos los buitres, coronan con sus órbitas en el cielo purísimo de mis primaveras los sueños y fantasías de un niño de mentalidad anacrónica, de cuando los hombres y los animales vivían en armonía".
Cuando pienso en aquellos niños de la Cañada Real, me planteo que la educación en general, (y específicamente la ambiental) tiene que seguir un camino basado en la sabiduría de Séneca y la fecundidad de Félix. Y que la infancia, especialmente la que no sale de su barrio periférico madrileño, necesita de modo adicional al colegio, a la necesaria disciplina y orden, adquisición de habilidades, competencias y conocimientos, un camino que es mejor recorrerlo en familia: De la belleza al asombro, del asombro al respeto, del respeto al cuidado.
La falta de belleza afecta principalmente a las familias que más lo necesitan, a las que menos pueden ofrecerlo y compartirlo con sus hijos. Invertir en educación ambiental experiencial es invertir en esperanza. Los politólogos hallan correlaciones entre el encuentro con la naturaleza y la reducción de delitos, la mejora en responsabilidad en la adolescencia, o en los índices escolares.
Los que nos hemos criado mirando un horizonte inmenso de belleza tenemos grabado que, en la vida, por mucho que haya nubes, la sombra no es de la misma naturaleza que la oscuridad. La sombra puede tapar una luz, pero no cegar su existencia de fondo. Y son precisamente las primeras, las sombras, las que a veces nos oscurecen la mente y el corazón. Pero la belleza de la naturaleza nos enseña que todas esas sombras son como le dijo Sam a Frodo en el Monte del Destino “pasajeras. Como esta sombra, incluso la oscuridad se acaba, para dar paso a un nuevo día. Y cuando el sol brilla, brilla más radiante aún. Esas son las historias que llenan el corazón, porque tienen mucho sentido, aun cuando eres demasiado pequeño para entenderlas”.
Los niños necesitan oír, ver y tocar esas historias, esas cosas bellas y grandes que están inscritas en cada recodo del mundo natural. Los más pequeños requieren ser encantados (que significa vivir dentro de una canción armoniosa como es el mundo), “encuentados” (entender la posibilidad de que la vida sea como un cuento que acaba bien), y re-esperanzados. Y la belleza es el antídoto frente al vacío que lleva al abandono. Los niños de la Cañada Real quizá percibían inconscientes que rodearse de humo era lo único que les compensaba en un mundo de jeringuillas. Las aguas de El Atazar, las montañas de Puebla o las praderas de Madarcos les dirán lo contrario. La vida ciertamente está plagada de sombras, pero un alba en la Sierra Norte también puede convertirse en un amanecer a la esperanza.