Testimonio de un participante en la misa diaria del Papa Francisco, por Héctor Lorenzo
Madrid - Publicado el - Actualizado
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Testimonio de un participante en la misa diaria del Papa Francisco, por Héctor Lorenzo
En la fría y oscura mañana del jueves 28 de noviembre, con mis colegas de la Prefectura de la Casa Pontificia ?trece personas de seis nacionalidades distintas- he participado en la Capilla de Santa Marta en la misa presidida por el Papa Francisco.
El Papa, con gesto serio entró en el templo desde la parte izquierda, de la sacristía, e inmediatamente dio comienzo a la celebración. Su comentario sobre la primera lectura nos puso enseguida en la dimensión del heroico testimonio de Daniel, condenado a muerte por fidelidad a su Dios; pero, en la misma fosa de la muerte, encuentra su salvación gracias a la providencial intervención del Señor, por lo cual el profeta confiesa: "Dios ha mandado a su ángel que cerró las fauces de los leones" (Dn 6,23)
Entonces, cómo no recordar que el mismo Papa Francisco ha sido víctima de ataques y persecuciones feroces, por ejemplo por parte de quienes han querido implicarlo, aún después de su elección al pontificado, en la defensa de crímenes de la dictadura militar argentina. Pero, como Daniel, salió indemne. Y ahora el Papa quería referirse a otra prueba, que agita el corazón de cada hombre, de cada mujer y del entero cosmos.
El gesto dolorido del Papa dejaba traslucir la identidad de su cruz en Jesús crucificado. Sus pausas meditativas ahondaban la percepción de la realidad que describía porque la tenía frente a sus ojos: se encontraba ante el escenario de una tentación universal que, partiendo de la tentación del diablo a Jesús (cuando le prometió los reinos de la tierra a cambio de ser adorado), se desarrolla hoy a través de la tentación de no adorar a Dios, en la prohibición social de adorarlo, para generar una suerte de apostasía universal.
Frente al Papa Francisco no había espacio para la distracción, para la banal superficialidad de ciertas emociones epidérmicas que podrían traicionarnos. En vez, nos sentíamos atraídos por Jesús Crucificado que desde el corazón del Papa, como el buen Pastor, gritaba el peligro que corren sus ovejas, por la insidia del príncipe de este mundo que quiere anular nuestra confianza y fidelidad a Dios.
En ese recinto sagrado, claro, en el que todos éramos iluminados por la única Luz, las expresiones del Papa denotaban desolación, tristeza, y su sentir profundo de los males de hoy nos remitían a la desolación de María junto a la Cruz, cuando sosteniendo a la humanidad vencida en el cuerpo inerte de su Hijo, miraba hacia el horizonte de la resurrección, creía que por ese sacrificio se había operado el triunfo definitivo de la vida sobre toda muerte. El Papa no era un hombre vencido, estaba crucificado en la misma Cruz, y sus palabras eran semillas de resurrección.
El Papa se presentaba como hombre del silencio enamorado de la Palabra, un hombre que, porque ama contempla, y hace la experiencia de la promesa de Jesús "a quien me ama me manifestaré" (Jn. 14,21); manifestación de la Palabra vivida que comparte y conquista, porque lo inflama la pasión por la verdad, enriquecida por el estudio y la reflexión que completan la Sabiduría; el Papa nos hacía participar de su misma unión con el Señor, y de la paz que de Él recibía.
En este clima de fuerte tensión espiritual, el Papa Francisco se refirió a la prueba planetaria, cósmica, al momento en el cual toda la creación será sumergida en la lucha entre Dios y el mal: "Habrá señales en el sol, en la luna y en las estrellas; y en la tierra, los pueblos serán presa de la angustia ante el rugido del mar y la violencia de las olas. Los hombres desfallecerán de miedo por lo que sobrevendrá al mundo, porque los astros se conmoverán" (Lc.21, 25-26). Pero el punto más dramático llega cuando habla de la profanación de la fe, de la abominación del templo, del templo que es Jesús mismo. Entonces parecerá que el príncipe del mundo será su patrón. Afirmó que la guerra contra Dios ya ha comenzado con las muchas persecuciones en acto, con la condena a muerte por el sólo hecho de ser cristiano, con la prohibición de exhibir símbolos religiosos, establecida por ciertas normas y leyes sociales.
El Papa describía la extensión de Jesús crucificado en la humanidad de hoy que él asume en primera persona. Pero esa mañana en la Capilla de Santa Marta no habla in extenso de Él, lo manifiesta encarnado en su amor indiviso, porque amar al Señor quiere decir servirlo en el hombre. Así como Francisco de Asís lo ve en el leproso, él lo descubre en las lepras morales de hoy: materialismo, individualismo, indiferencia, ateísmo, idolatría. Y, dado que el amante se refleja en el Amado, frente al Papa Francisco se advierte el íntimo perfil de la Cruz y se contempla el esplendor del Resucitado, mientras cada uno en su alma siente la llamada para completar en nosotros lo que falta a la pasión de Cristo (Col. 1,24). Es, en realidad, el único camino necesario de nuestra personal y comunitaria vocación cristiana.
La autenticidad de las palabras y de la oración de nuestro Papa se hacen evidentes cuando desde su personal coloquio con el Señor nos dona, como licor destilado, el amor al prójimo asumido por el Resucitado, un amor que es esperanza y alegría.
Las palabras finales del Papa Francisco han sido de consolación y de feliz expectativa: "Cuando comience a suceder esto, tengan ánimo y levanten la cabeza, porque está por llegarles la liberación" (Lc. 21,28). El triunfo definitivo de Jesucristo es llevar la creación al Padre al final de los tiempos. Está en nosotros atraer en el amor fraterno la presencia del Espíritu Santo para que se realice el designio del Padre sobre toda la realidad humana, y así: unión con Dios y vida de oración, familia, trabajo, testimonio e irradiación evangélicos, formación y educación, vida física y naturaleza, ecología, justicia social, arte, sabiduría y estudio, relaciones interpersonales y medios de comunicación, política? todo, todo, podrá llegar a ser Palabra vivida para que se convierta en historia del hombre verdadero, creada a imagen de Dios y redimida por el hombre Dios, Cristo, y entonces, sorprendente y maravillosamente, historia de Dios, historia de la Iglesia esposa "sin mancha ni arruga" (Ef 5,27) en camino hacia el Padre.
Terminada la Santa Misa, el Papa se dispone a retirarse. Silencioso se inclina delante del altar, da algunos pasos y se detiene frente a la imagen de la Virgen. Allí, ensimismado reza por algunos segundos. Son instantes de eternidad en los que la Madre de Dios nos comunica la luz de su Hijo, que en los latidos de nuestros corazones quiere compartir nuestro tiempo, para inspirar todo pensamiento, sentimiento y acción. La soledad espiritual del Papa Francisco en su relación con la Virgen, nos invitaba a dejar todo apego para seguir sólo al Señor.
Ya fuera de la Capilla, aunque el cielo estaba cargado de nubes que amenazaban una tempestad, la experiencia del momento precedente nos hacía recordar que la Estrella del Alba es más alta y poderosa que "las tinieblas que cubren la tierra y una densa oscuridad, a las naciones" (Is.60,2). La Luz, viva dentro de nosotros, nos invitaba a consagrar toda la tierra, a dar voz al Espíritu de Dios, que aleteando sobre todos y cada uno parecía que nos dijese: "¡Levántate, resplandece, porque llega tu luz y la gloria del Señor brilla sobre ti!" (Is. 60,2).
Héctor Lorenzo