Tres lecciones y caminos para vivir la Resurrección

Tres lecciones y caminos para vivir la Resurrección

Jesús de las Heras

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Tres lecciones y caminos para vivir la Resurrección: Ojos y corazón nuevos, la trascendencia, la misión

La Pascua es la vocación de la Iglesia. Es su destino y su heredad. Somos ciudadanos del cielo, de un cielo y de una Pascua que solo se pueden ganar en la tierra. La cruz de Cristo nos redime, pero no nos garantiza automáticamente la salvación que hemos de lograr completando en nuestra carne y en nuestra alma lo que le falta a su Pasión redentora. Pasión y Pascua se funde, de este modo, en una unidad indivisible y santa.

Somos herederos de la Pascua, de una Pascua a la que llega desde la cruz. La Pascua es el Calvario y la cruz es la gloria. La muerte es la resurrección. El fracaso es la victoria. El dolor es el gozo. La angustia es la satisfacción. Es preciso saber morir -no solo la muerte corporal y terrena, sino también tantas pequeñas muertes cotidianas al hombre viejo- para poder resucitar. Muriendo -sí- se resucita a la vida eterna. La única manera de vencer el dolor y la tristeza es dejar de amarlos, sentenció con acierto un escritor. Pero ello, todo ello, solo desde Jesucristo crucificado y resucitado.

Id a Galilea: El mundo y la Iglesia son Galilea

Tal es la grandeza de este misterio de gracia que la Iglesia ahora durante cincuenta días nos reiteraba la verdad esencial de nuestra fe: Verdaderamente ha resucitado. Aleluya. Y lo podemos encontrar, de nuevo, en Galilea, en la Galilea, en el mar más abierto que nunca, de su lago, imagen del mundo y de la misión de la Iglesia. De ahí, la necesidad de acudir a la escuela de la Pascua.

La Pascua es el tiempo de la Iglesia. "Ahora os toca a vosotros", parece decirnos el Señor Resucitado cuando nos muestra sus llagas -el ministerio eclesial de la caridad, espléndido ejercicio del llamado "munus regendi"-, su Palabra -el ministerio eclesial docente o "munus docendi" y su pan tierno y partido -"munus sanctificandi"-. Ahora nos toca a nosotros y tenemos cincuenta días consecutivos y todos los domingos del año -la vida entera, en definitiva- para reconocer y ser testigos del Resucitado, la mejor noticia y realidad de toda la historia de la humanidad.

Y para ello es preciso, de nuevo, hallar el equilibrio entre la cruz y la gloria. Nos hemos pasado tantos años en la Iglesia clavados en el Viernes Santo, plantados en la contemplación de la Pasión, que ahora, como si se tratara de un movimiento pendular, nos hemos instalado con verdad y también con demasía solo en la gloria. Hasta ufanamente decimos estar solo pendientes de la Pascua. Y no hay Pascua sin Viernes Santo.

La Palabra de Dios

Necesitamos, pues, escuchar y aprender en la escuela verdadera de la Pascua. He aquí, tres lecciones imprescindibles para descubrir la Pascua, para vivir auténticamente su verdad y su gracia.

1.- La primera es saber ver y juzgar con ojos y corazón nuevos. Ya les pasó a los apóstoles. Ya les pasó a Pedro y a Juan. Dudaron del anuncio de las mujeres y necesitaron ir al sepulcro, hallarlo vacío, contemplar las vendas y el sudario. Y ver con el corazón. "…y entonces vio y creyó, pues no habían entendido la Escritura que anunciaba que El iba a resucitar de entre los muertos".

La escuela de la Pascua tiene, por tanto, como primera lección la escucha atenta, constante y orante de la Palabra de Dios. Hemos de regresar una y otra vez a la Biblia. Es la fuente, el sustrato y el nutrimento capital de nuestra fe y de nuestra vida. Los cristianos -particularmente los católicos- no podemos ser los grandes desconocedores y hasta prófugos de la Palabra de Dios, que es siempre viva y eficaz, actual, interpeladora, pensada para ti, para mi y para todos. La Palabra de Dios es la gran pedagoga, la gran educadora de nuestros ojos y de nuestro corazón. Es la gran maestra de la Pascua.

Con la Palabra de Dios y desde la Palabra de Dios, obtendremos la mirada del corazón. La mirada del corazón sobre nuestra vida pasada y presente, sobre nuestra historia personal y colectiva, sobre nuestro hoy, sobre nuestros hermanos y sobre todas aquellas personas que salgan a nuestro camino.

La mirada del corazón de la Pascua -mirada transida, tamizada y reflectada de y por la Palabra de Dios- nos dará los panes ázimos de la sinceridad y de la verdad, que tanto necesitamos, aunque nos empeñemos y nos equivoquemos en pensar y en vivir envueltos y rodeados de tantas medias verdades y mentiras completas como las que están de moda y propaga nuestra llamada sociedad del bienestar, de la apostasía silenciosa y de la lejanía religiosa, que dice -sobre todo con las obras y con los hechos- que no necesita a Dios, que Dios no es necesario, menos aún el Único Necesario.

Mirar las cosas de allá arriba

2.- En segundo lugar, la escuela de la Pascua, al purificar nuestra mirada y nuestro corazón, nos enseñar a mirar "más arriba", a buscar las "cosas de allá arriba", donde está Cristo el Señor. Nuestro mundo y también los cristianos urgimos recuperar la trascendencia. El progreso de la ciencia y de la técnica, los altos niveles de bienestar que disfrutamos en Occidente -al menos, la mayoría de las personas- nos prometen continuamente el paraíso en la tierra y nos dejamos engañar pensando que estamos a un tris de hallar aquí, en esta tierra, la felicidad y la plenitud. Vivimos en el sofisma del primer paraíso terrenal cuando la serpiente engañó al primer hombre y a primera mujer en la manzana del árbol de la vida, del árbol del bien y del mal. No hay más árbol de la vida que el árbol de cruz. El, en Jesucristo crucificado, es el Bien, el único bien vivo y verdadero. Y la tentación y los tentadores son el mal. No nos confundamos y no nos dejemos confundir.

Necesitamos buscar "las cosas de allá arriba". Necesitamos llenarnos de esperanza de la buena, de la esperanza en que fuimos salvados -"spe salvi"-, de la esperanza que no defrauda. ¡Qué oportuno y providencial resulta entonces retomar también en Pascua la encíclica de Benedicto XVI "Spe salvi", particularmente cuando habla de los lugares para el ejercicio y el aprendizaje de la esperanza: la oración, la actividad, el sufrimiento y el Juicio de Dios!

Un cristianismo renovado, vigoroso, robustecido, confesante y apostólico es que, nutrido de la Palabra de Dios, se abre y se recicla continuamente en la oración y los sacramentos. A esta hora nuestra de secularismos y laicismos la única respuesta válida es la que brote de una vida interior, de la plegaria, de la espiritualidad recia y encarnada,

Para "buscar las más de allá arriba", donde está Cristo el Señor, necesitamos rezar, fortalecer nuestra vida interior, revitalizar nuestras raíces cristianas, ahondar en la verdadera y propia identidad de nuestra fe y de nuestra Iglesia en y desde la comunión.

Y así, con la guía de la Palabra y el ejercicio de la espiritualidad cristiana, la fe verdadera -la fe pascual- se irá abriendo camino en nuestro corazón, con la ayuda de la gracia y el esfuerzo de nuestro empeño.

Nosotros somos sus testigos

3.- La escuela de la Pascua, desde la Palabra y desde la búsqueda y cultivo de la verdadera y apremiante trascendencia y espiritualidad, nos convertirá así en apóstoles y testigos. Nadie da lo que no tiene. Solo transformados nosotros mismos podremos ser levadura nueva de transformación para nuestra humanidad. Cristo Resucitado nos llama a ser sus testigos. "Nosotros somos sus testigos", repetían los apóstoles en aquellas horas y días de la gran Pascua.

La condición del testigo es solo la propia del discípulo. Del que está a la escucha y en la compañía del Maestro. De aquel que experimenta y conoce su sabiduría, su grandeza y su amor. Solo así el discípulo hallará al Cristo total – no a un Cristo a mi gusto u medida- y solo así el discípulo se convertirá en apóstol, en misionero, en testigo. Nuestro gozo será entonces tal que nos brotará y surgirá espontáneo e irrefrenable el expandir y transmitir con la fuerza de la propia vida y de las obras al Cristo que se levanta y camina con las llagas y transido de gloria en el alba del día sin ocaso.

Nuestra Iglesia ha de ser, pues, más misionera y apostólica que nunca. Lo reclaman el tesoro que llevamos dentro, la heredad común que compartimos. Lo reclama la sed de Dios de un mundo huérfano de Dios que, en todo caso, ya solo cree y escucha a los testigos creíbles, cabales convincentes, fidedignos y coherentes.

Entonces la resurrección tendrá consecuencias en nuestra vida, comprendiendo progresivamente la resurrección a la luz de la vida de Cristo y recorriendo nuestra vida a la luz de esta resurrección, a cuya "escuela" hemos de acudir cada día, humilde, gozosa y esperanzadora. Nos espera el Resucitado, a quien descubriremos también en nuestras llagas y en las llagas de una humanidad dolorida y anhelante de salvación.

Jesús de las Heras Muela