Robert Boyle

La ciencia ha dialogado con la religión y la razón con la fe, a través de personas concretas. Es el caso de nuestro científico de hoy, cuando se cumplen 360 de su obra más conocida

Robert Boyle

Alfonso V. Carrascosa

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Robert Boyle es considerado padre de la química moderna y su libro, El químico escéptico, marca el comienzo del abandono de la alquimia, saber que se considera predecesor de la química actual. Boyle nació en Irlanda, en 1627. Fue el decimocuarto de los 15 hijos del conde de Cork. Siendo todavía niño, Robert aprendió a hablar latín, griego y francés. Su formación se completó viajando con un tutor por diferentes países, lo que le llevó a Italia. Allí estudió a Galileo Galilei, quien fallecería estando él allí, algo que le impresionó mucho y que es considerado el desencadenante de su actividad científica.

A su vuelta a Inglaterra montó en 1649 un laboratorio en su domicilio particular, y comenzó una frenética actividad inspirada en las ideas de Francis Bacon sobre el valor de los experimentos en investigación. Hasta entonces, una buena parte del saber se había alcanzado mediante la deducción a partir de principios generales de los que se hacía derivar en definitiva la realidad que conocemos, y que habían generado buena parte del conocimiento denominado Aristotélico y Escolástico que defendió la inteligibilidad de la naturaleza y el valor de las acciones humanas.

Boyle intuía su limitación y que se habían cometido errores que la experimentación podría corregir, partiendo de experimentos, dando explicaciones mecanicistas, desarrollando conocimiento inductivo, sin que se negase la capacidad del ser humano de conocer por otras vías además de la propiamente materialista experimental. Sus escritos de la época incluyen además el manejo del microscopio, mediante el cual se adentró en el conocimiento de la diminuta estructura de la materia viva.

El químico escéptico

En 1655 su traslado a Oxford le permitió entrar en contacto con otros de los denominados filósofos naturales, con los que fundó el que se conoce como Colegio Invisible que, en 1660 terminaría siendo la famosísima Royal Society, una de las primeras academias científicas de la era moderna y, probablemente, la más longeva. Al año siguiente publicó la obra por la que más se le conoce, El químico escéptico (1661), en la que habla de la noción de lo que hoy denominamos elemento químico, como buen seguidor del corpuscularismo, que defendía la existencia de partículas capaces de reaccionar entre sí, alejándose del atomismo excluyente de Dios, algo muy importante para Boyle, como luego comentaremos.

Esta visión estaba desplazando lentamente al aristotelismo y a sus cinco elementos –aire, fuego, tierra, aire y éter- que Boyle demostraría estaban compuestos de otros más simples. Además, el libro rompía con la tradición de los alquimistas de trabajar en secreto, ya que publicaba todo lo hecho permitiendo así que fuese reproducido por otros científicos para comprobar su fiabilidad, algo que llega hasta nuestros días ya que hablaba en él por vez primera del análisis químico. Cuando la química se desarrolló, en los siglos XVIII y XIX el libro fue muy citado.

Con una innumerable producción de textos científicos, a Robert Boyle se le considera el primer científico experimental, autor de la famosa Ley de Boyle que enuncia que a temperatura constantes, el volumen que ocupa un gas es inversamente proporcional a su presión.

Cristiano devoto

Pero lo curioso de todo esto es que Boyle además era cristiano piadosísimo. Ya en su obra Consideraciones tocantes a la utilidad de la Filosofía Natural Experimental (1663-1771) remarcaba el valor que tiene ser religioso para estudiar el mundo natural. Este valor ha dado en llamarse en la actualidad “matriz cultural cristiana”, y en el fondo resalta el interés de creer en el significado de la materia y la naturaleza, y en que detrás de la aparición de la misma está Dios, por lo que merece la pena estudiarla, porque tiene sentido, algo que ha ocurrido en países de religión cristiana y ha originado lo que conocemos como Occidente, y no hay ocurrido tanto por ejemplo en algunas sociedades asiáticas, lo que explicaría el retraso de su desarrollo.

Boyle fue director de la Compañía de las Indias Orientales, y gastó grandes sumas en la promoción de la propagación del cristianismo, contribuyendo en sociedades misioneras y en los gastos de traducción de la Biblia a diferentes idiomas. Además fundó las denominadas “Conferencias Boyle” para defender el cristianismo de aquellos a los que él consideraba o infieles o ateos. Otras obras donde expresa más explícitamente su piedad son Motivos e incentivos del Amor de Dios, conocida también por “Amor seráfico” (1659), su no menos aclaratoria Excelencia de la Teología en comparación con la Filosofía Natural (1674), su Disquisiciones sobre las causas finales de las Cosas Naturales (1688) o El virtuoso cristiano (1690). Se esforzó por convencer a sus contemporáneos de la conciliabilidad entre ciencia y religión.

Todo ello deja bien claro que la revolución científica la llevaron a cabo también hombres de fé, y no como suele creerse solo aquellos que apostataron de ella.

Tanto es así que en Audiencia General el 24 de marzo de 2010 Benedicto XVI hablando de san Alberto Magno, precisamente proclamado por Pío XII patrono de los químicos y, en general, de los cultivadores de las ciencias naturales, subrayaba también en este santo la doble condición de Robert Boyle, la de científico y la de creyente. Decía el Pontífice en su alocución que «San Alberto muestra que no hay oposición entre fe y ciencia, a pesar de algunos episodios de incomprensión que se han registrado en la historia. Un hombre de fe y oración, como san Alberto Magno, serenamente puede fomentar el estudio de las ciencias naturales… San Alberto Magno nos recuerda que hay amistad entre ciencia y fe y que a través de su vocación al estudio de la naturaleza, los científicos pueden tomar un camino auténtico y fascinante de la santidad». No en vano, la propia Royal Society a la que perteneció Robert Boyle, fundada en 1660 tuvo como predecesora a La Academia de los Linces, de la cual formó parte Galileo Galilei, fundada en Roma en 1603 bajo los auspicios del entonces Papa Clemente VIII.

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