La tentación y la Palabra de Dios
Iniciamos la Cuaresma con una reflexión sobre el Evangelio de este domingo, el relato de las tentaciones de Jesús en el desierto
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“¿Cómo es que os ha dicho Dios que no comáis de ningún árbol del jardín? Bien sabe Dios que cuando comáis de él se os abrirán los ojos y seréis como Dios en el conocimiento del bien y del mal” (Gén 3, 1.5).
La serpiente sugiere a la mujer que Dios teme que si comen la frura prohibida se abrirán los ojos de los humanos y llegarán a ser como él, conocedores del bien y del mal. Pues bien, al comer la fruta, efectivamete se les abrieron los ojos, pero solo para percibir su miseria y su desnudez. No lograron ser sabios como Dios sino desvalidos como somos los humanos.
Con el salmo responsorial, nosotros nos atrevemos a abrir ante Dios el estado de nuestra conciencia y a confesarle nuestra verdad: “Contra ti, contra ti solo pequé, cometí la maldad que aborreces” (Sal 50, 6).
En la carta a los Romanos, san Pablo presenta a Jesucristo como el nuevo Adán (Rom 5, 12-19). Si el primero refleja nuestro coqueteo con el mal, que nos lleva a creernos dioses, el segundo Adán nos revela la grandeza del bien, que consiste en aceptar a Dios como Señor.
El desierto y la verdad
Al presentar las tentaciones de Jesús, el evangelio según san Mateo evoca de alguna manera las tentaciones del pueblo de Israel. Al recordar unas y otras, nosotros podemos examinar nuestras propias tentaciones y descubrir nuestra verdad más profunda.
• En el desierto, el pueblo de Israel había padecido el hambre, pero Dios le ofreció el don del maná y las codornices (cf. Éx 16). Ante la sugerencia de cambiar las piedras en panes, Jesús responde que el hombre no vive solo de pan sino del maná de la palabra de Dios.
• En su travesía del desierto, el pueblo tentó a Dios pensando que estaba contra él (cf. Éx 17,1-7). También el demonio propone a Jesús que ponga a prueba a Dios para que le salve de una muerte segura. Pero Jesús advierte que nunca se debe tentar a Dios.
• Todavía en el desierto, el pueblo decidió adorar a un becerro de oro como si fuera el Dios que podía salvarle (cf. Éx 32). A cambio de una adoración, el demonio ofrece a Jesús los tesoros de todos los reinos del mundo. Pero Jesús proclama que solo se debe adorar a Dios.
La fascinación de la idolatría
La alusión al desierto no es casual. También en él se ha retirado Jesús, conducido por el Espíritu. En el desierto Jesús ha de reflexionar sobre su propia identidad. El demonio le pregunta si es el Hijo de Dios. Pero la respuesta no está en las pruebas que él propone, sino en lo que “está escrito”, que revela el ser y la voluntad del mismo Dios.
• A la primera tentación responde que no basta el pan de cada día, por necesario que sea. Hace falta alimentarse de la Palabra de Dios.
• A la segunda tentación que lo invita a arrojarse desde lo más alto del templo, Jesús advierte no se debe tentar a Dios, exponiéndose al peligro y esperándo de él la salvación.
• A la tercera tentación, en la que el demonio le ofrece los tesoros del mundo, Jesús responde que a nadie y a nada debemos la adoración que solo Dios merece.
Señor Jesús, tú evocas el camino de tu pueblo por el desierto. Pero también anticipas nuestro propio camino. Pedimos al Padre que no nos deje caer en la tentación. Y a ti te rogamos que nos ayudes a escuchar y cumplir la palabra de Dios, que nos libera de la fascinación de todas las idolatrías. Amén.