Celosías y ventanas del alma

Celosías y ventanas del alma

Redacción digital

Madrid - Publicado el - Actualizado

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Todos concebimos nuestros sentidos corporales como puertas y ventanas. Con frecuencia se ha insistido en la necesidad de defenderlas. Es necesaria la virtud de la prudencia, pero la fe nos las presenta como los lugares de acceso del alma a Dios.

Es muy conocida la invocación con la que san Agustín se dirige a la Hermosura siempre antigua y siempre nueva. Siempre la había buscado fuera, pero vino a encontrar en el fondo de sí mismo esa fuerza que seducía sus sentidos:

"Me llamaste y clamaste, y quebrantaste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y curaste mi ceguera; exhalaste tu perfume, y lo aspiré, y ahora te anhelo; gusté de ti, y ahora siento hambre y sed de ti; me tocaste, y deseé con ansia la paz que procede de ti".

San Isidoro escribe que, seducidos por las cosas corporales, pensamos que no existe más realidad que la que percibimos por medio de los sentidos de la carne. Entre ellos establece él una jerarquía por razón de la distancia. El sentido de la vista aventaja a los demás. Pero, al igual que el ojo, el ánimo puede ver las demás cosas, pero no se puede contemplar a sí mismo.

En el Cantar de los Cantaresse recoge el nerviosismo de la amada que, ante la llegada de su amado, exclama: "Es mi amado un gamo, parece un cervatillo. Vedlo parado tras la cerca, mirando por la ventana, atisbando por la celosía" (Cant 2,9).

Pues bien, san Bernardo identifica los sentidos corporales con la ventana y la celosía del alma, o más bien, de la humanidad entera, llamada al gozo del encuentro con su Esposo.

Los sentidos nos definen, nos dan a conocer por los demás y nos ayudan a conocerlos. Crecer fue experimentar. Y experimentar fue aprender a usar nuestros sentidos, para compartir ideas y sentimientos, temores y esperanzas.

Con el paso de los años hemos descubierto el tono moral de los sentidos. Hemos aprendido que no todo se puede ver, no conviene oírlo todo, no todo hay que decirlo, no hay que poner las manos en todo, ni hay que aventurarse a oler todos los proyectos que se nos ofrecen como humanos y salvadores.

Hemos encontrado también el carácter religioso que los sentidos nos ayudan a descubrir. Creemos que Dios nos habla de mil modos, que oye nuestras súplicas y nos mira con ternura. Dios nos estrecha entre sus brazos poderosos y aspira el aroma de nuestras plegarias más secretas.

Y, finalmente, hemos apreciado el lenguaje sacramental de los sentidos. Somos bañados por el agua bautismal. El santo crisma nos trae el perfume del bálsamo. La imposición de manos nos da testimonio de la reconciliación. Nuestra boca recibe, bajo las especies del pan y del vino, la presencia eucarística del Cristo. Y cuando Dios decida, prontos estamos para recibir la unción con el óleo de los enfermos.

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